El final de 2014 está signado por el redescubrimiento de una patología narcisista que ya existía de antes: la selfie, que hoy le da simpática carnadura. Los celulares, las tablets, el Facebook, la soledad de la disco, el ruido de los bares, la continuidad muscular de la mano en Motorola hacen de la foto sacada de sí mismo el signo más crucial del primer lustro del milenio.
Para sacar una foto de otros hace falta alteridad, una cosa perdida allá con la modernidad. Para la foto con amigos, alguno debe autonegarse, inmolarse, borrase de la foto, del objeto, al precio singular de devenir sujeto, de crear subjetividad, incluso autoría. Pero este lustro ha querido imponer la retronovedad autobiográfica, un poco más pajera pero inocua: sujeto y objeto serán ya por siempre una cosa sola. El capricho tecno nos incita. Tengo un teléfono que –lo he descubierto a fuerza de deslizar mis dedos como chorizos por una superficie que no me quiere– invierte la posición de la cámara para que pueda sacar tanto fotos de paisajes como de mí mismo sin tener que darlo vuelta al alejarlo con el brazo. Ambas fotos no gozan de la misma jerarquía ontológica: la foto normal se es en 5 o 6 MB; la otra, la autofoto, apenas en 1,5 MB. Ya nos lo solucionarán.
En el Palazzo Vecchio, de Florencia, descubro con horror el próximo paso de la historia. Hombres de aspecto extranjero, ora albano, ora subsahariano, venden un brazo mecánico, completamente chino y retráctil, que permite alejar el teléfono más de un metro y sacarse la selfie sin ayuda. Este metro hace creer que hay un sujeto al otro lado del objeto. Mas no lo hay; como en la invención de Dios, que inventó al hombre para que inventara a Dios, en este círculo, el otro es ilusión.
La selfie clásica hacía evidente la ausencia de alteridad; la falsa selfie, en cambio, la disimula. Hace creer que tengo amigos, amigos que se inmolan por mí, que deciden no aparecer en esta foto para que pueda aparecer yo, consagrado, feliz, como un objeto.