Llamo “antifilosofía” a esa clase particular de filosofía que opone el drama de su existencia a las construcciones conceptuales, para la cual la verdad existe, de forma absoluta, pero debe ser reencontrada, experimentada, más que pensada o construida.
Es de este modo que ha de comprenderse a Kierkegaard cuando afirma que toda verdad es “en interioridad”, o incluso que “la subjetividad misma es el signo distintivo de la verdad”. Pero ¡cuidado!, el antifilósofo no es para nada un escéptico o un relativista, un demócrata de hoy, partidario de la diversidad de las culturas, del abigarramiento de las opiniones que, como Gilles Deleuze me escribió poco antes de morir, no “necesita” de la idea de verdad. Por el contrario, el antifilósofo es el más tenaz intolerante de los creyentes. Véase a Pascal, Rousseau, Nietzsche y Wittgenstein: personalidades imperiosas, implacables, comprometidas contra los “filósofos” en una lucha sin cuartel. (…)
Este furor del pensamiento, ajustado sobre la base de una visión inflexible de la vida personal, se sustenta en todos los grandes antifilósofos en un estilo que no podría separarse de sus visiones. ¡Cuán insuficiente es decir que son grandes escritores! Pascal y Rousseau revolucionaron la prosa francesa, Nietzsche extrajo de la lengua alemana acentos desconocidos. El Tractatus logico-philoshopicus de Wittgenstein es sólo comparable con Un golpe de dados, de Mallarmé, y Lacan –de quien he demostrado que es, por el momento, el último antifilósofo en verdad considerable– asigna el psicoanálisis a una lengua inventada.
El filósofo que soy –conceptual, sistemático, enamorado del matema– evidentemente no puede ceder al canto de esas maravillosas y carnívoras sirenas que son los antifilósofos, pero tiene el deber de pensar a la altura del desafío que ellos representan. Como un Ulises, atado al sólido mástil de eso que se juega en el pensamiento de lo Absoluto desde Platón, debe escucharlos, comprenderlos e imponerse los deberes cuya acrimonia le recuerda que, sin ellos, se volvería un demócrata consensual, un propagandista de la pequeña felicidad conveniente y un adepto del imperativo “¡vive sin Idea!”.
Lo que a mí me apasiona de estos adversarios violentos y soberbios es esto: en contra de la moderación contractual y deliberativa que en la actualidad quiere infligírsenos como norma, ellos recuerdan que el sujeto sólo tiene una oportunidad de mantenerse a la altura de lo Absoluto en el elemento tenso y paradójico de la elección. Es preciso apostar, dice Pascal; es preciso encontrar en uno mismo, dice Rousseau, la voz de la conciencia; y Kierkegaard: “Por medio de la elección [el sujeto] se adentra en eso que ha sido elegido, y si no elige, perece”. En cuanto a la felicidad real, se halla subordinada a los encuentros azarosos que nos conminan a escoger. Es allí donde la verdadera vida aparece, o, si flaqueamos, desaparece apenas vislumbrada. Asunto de vida o muerte, la apuesta, la elección, imperiosa decisión. El sujeto no existe más que en esta prueba, y ninguna felicidad es concebible si el individuo no supera la sarta de mediocres satisfacciones en la que resiste su objetividad animal, para devenir el Sujeto del que es capaz; y todo individuo dispone, más o menos secretamente, de la capacidad de devenir sujeto.
Surge de todo esto un rasgo fascinante: que todo episodio de la vida, por trivial o mínimo que sea, puede ser la ocasión para experimentar lo Absoluto, y por ende la felicidad real, desde el instante en que convoca a una elección pura, sin preconceptos, sin ley razonable, una elección que es, según Kierkegaard, “el bautismo de la voluntad, que incorpora a esta en la ética”. Sabemos el partido que Pascal, en beneficio de la fe, intenta sacar de las enfermedades. Rousseau puede meditar sobre un desvanecimiento y hasta sobre la masturbación. Cuando Kierkegaard hace de sus esponsales con Regina la prueba suprema en la cual se juega el pasaje desde el estado estético (la seducción de Don Juan) primero hacia el estado ético (la seriedad existencial del matrimonio) y luego hacia el estado religioso (el yo mismo purificado y absolutizado en el que me convierto en la elección, más allá de la desesperación) manifiesta un rasgo típico de la antifilosofía: que cualquier existencia, el individuo anónimo hace advenir, mejor que el pomposo filósofo, la chance de lo Absoluto. Es en esto en lo que el antifilósofo es un demócrata profundo. No se preocupa por los estatutos, las calificaciones, los contratos. El debate, la libertad de opinión, el respeto al otro, el sufragio: el antifilósofo afirma que todo eso no es sino una fruslería. En cambio, sin importar su condición, cualquiera tiene la posibilidad de devenir un sujeto necesario para lo Absoluto. La igualdad es, en este sentido, radical, sin condición. Kierkegaard glorifica a cualquier individuo que sabe practicar esta resignación, esta pasividad superior gracias a la cual “el sujeto no puede tener su verdadera vida en la vida inmediata, pero le significa eso que de veras podría encontrar en la vida”.
La palabra “encuentro” es esencial. Un amor, un motín, un poema: eso no se deduce, no se distribuye en la serenidad consentida de lo compartido, eso se encuentra, y de esa inversión violenta de la vida inmediata se tiene como resultado un acceso tan singular como universal a lo Absoluto. Toda felicidad real se juega en un encuentro contingente, no existe necesidad alguna de ser feliz. Sólo los individuos “democráticos” del mundo contemporáneo, esos átomos desolados, se imaginan que se puede vivir en la paz de las leyes, de los contratos, del multiculturalismo y de las discusiones entre amigos. No comprenden que vivir es vivir absolutamente, y que desde ese momento ninguna cómoda objetividad puede garantizar esa vida. En ella hace falta el riesgo del devenir-sujeto; es menester, como nos lo enseña Kierkegaard que “la incertidumbre objetiva sea mantenida con firmeza en la pasión de la interioridad a la más alta potencia”.
*Autor de Metafísica de la felicidad real, Adriana Hidalgo Editora.