Pasaron ya los festejos por los veinticinco años de la democracia. Pero la verdad, no fue nada demasiado apabullante. Un suplemento por aquí, otro por allá, un reporte televisivo en el noticiero, algún programa en el cable, ningún recital con Mercedes Sosa o León Gieco. Es curioso, o no tanto, pero la mayoría de los informes especiales se detuvieron largo y tendido sobre los años ’83, ’84, ’85, y mucho menos sobre los 22 restantes (quizá la democracia fue algo que pasó hace veinticinco años y no nos dimos cuenta). De hecho, con el tiempo, Alfonsín se fue convirtiendo en un viejito simpático al que todos queremos y la Coordinadora en un grupo de jóvenes militantes idealistas. En cambio Menem no corre la misma suerte, al menos por ahora. Pero no hay por qué descartar que para el trigésimo aniversario alguien se sincere y declare: “Ah, eran los años en que viajábamos a Miami” (lo que en términos intelectuales podría traducirse como: “Ah, eran los años en que nos dedicábamos a escribir sobre Walter Benjamin y las nubes de Ubeda”). Volviendo a la celebración, un diario fotografió a diversas personalidades de estos veinticinco años en la Plaza de Mayo. Tomadas en su mayoría al amanecer (sombras largas, luz amarilla), aparecen políticos, científicos, cantantes de rock, músicos de tango, familiares de victimas de atentados, artistas plásticos, bailarines. Pero ningún escritor. El candidato seguramente debió haber sido Sabato, pero por alguna razón no habrá podido o querido participar. Siguiendo con este ejercicio de periodismo-ficción, imagino la discusión que debe haber provocado la defección del prologuista del Nunca Más. ¿A quién convocar en su reemplazo? ¿Quién es el Sabato de hoy? ¿Quién cumple con todos esos requisitos? En mi opinión, nuestro actual Sabato es... (no, mejor me lo reservo).
Y mientras el gobernador de la Provincia de Buenos Aires, en otra demostración de su irrenunciable progresismo, inaugura escuelas con el nombre de Rodolfo Walsh, se me ocurrió pensar en cuáles fueron los acontecimientos culturales ocurridos antes de 1983 que más recuerdos y homenajes recibieron en estos veinticinco años de democracia. Un candidato a ganar es Teatro Abierto. Realizado en 1981 durante la apertura de Viola (cuando se reunía con músicos de rock y políticos que luego se volverían probos demócratas), según mis estadísticas privadas no pasan más de seis meses sin que aparezca en algún medio una nota de homenaje, auto-homenaje, celebración o auto-celebración (en el 100% de los casos se lee la palabra “resistencia”).
En fin, es lo que hay. Quizá tenga que ver con que entre nosotros no cunde el gusto por el homenaje. En ese tema habría que seguir el ejemplo de México. Allí, como en ningún otro país, el Estado tiene como una de sus funciones el homenaje con pompas y trompetas (y mesas redondas). Este año Carlos Fuentes cumplió 80. Pues bien, raudamente se organizó el festín, pleno de ministros, secretarios, escritores amigos, escritores enemigos, escritores indiferentes, periodistas y curiosos. Por supuesto, también se sumaron la industria editorial con sus reediciones de tapa dura, la feria de Guadalajara y las guías de turismo (allí como acá, el Estado y el mercado conviven fraternamente, al punto en que no se sabe dónde comienza uno y dónde termina el otro). De Salvador Novo, que vivió treinta años en la calle Santa Rosalía en Coyoacán, D.F., hasta que, aún en vida, el Estado decidió ponerle Novo a esa calle; a Octavio Paz, que ganó el Nobel en 1990 y cuya fiesta de celebración aún continúa (¡con el anfitrión ya muerto!), nada iguala la capacidad del Estado mexicano para ungir a la literatura como una actividad estatal, como un velorio oficial. Nada de eso sucede aquí; a nosotros no nos da ni para la ironía. Ocurre que en la Argentina el Estado, ahora y antes, se define básicamente por su carácter antiintelectual.