Cuando abordamos el nacimiento de un bebé, nos resulta evidente hablar de separación. El cuerpo del bebé que estaba dentro del vientre de la mamá alimentándose de la misma sangre, se separa y comienza a funcionar de manera “independiente”. Tiene que poner en marcha sus mecanismos de respiración, digestión y regulación de la temperatura para vivir en el medio aéreo. El cuerpo físico del bebé comienza a funcionar separado del cuerpo físico de la madre.
Dentro de nuestro paradigma cultural estamos acostumbrados a “ver” solo con los ojos, creemos que todo lo que hay para comprender del nacimiento de un ser humano es el desprendimiento físico. Sin embargo, si elevamos nuestra percepción, advertiremos que ese cuerpo recién nacido no es solo materia, sino que es también un cuerpo sutil, emocional, espiritual. Aunque la separación física efectivamente se produce, persiste una unión de otro orden.
De hecho, los bebés y las mamás seguimos fusionados en el reino emocional. Ese recién nacido, salido de nuestras entrañas físicas y espirituales, forma parte aún de nuestro entorno emocional en el que está sumergido. Al no haber iniciado el desarrollo del intelecto, conserva sus capacidades intuitivas, telepáticas y sutiles, que están absolutamente conectadas con nuestra esencia. Por lo tanto, el bebé se constituye en el sistema de representación de nuestra alma. Dicho de otro modo, todo lo que las mamás sentimos, lo que recordamos, lo que nos preocupa, lo que rechazamos... el bebé lo vive como propio. Porque somos dos seres en uno.
Por lo tanto, de ahora en adelante en lugar de hablar del “bebé”, nos referiremos al “bebé-mamá”. Quiero decir que el bebé es en la medida en que está fusionado con su mamá. Y para hablar de la “madre”, también sería pertinente referirnos a la “mamá-bebé”, porque la mamá es en la medida en que permanece fusionada con su bebé.
Las mamás atravesamos este período “desdobladas” en el campo emocional, ya que nuestra alma se manifiesta tanto en nuestro propio cuerpo como en el cuerpo del bebé. En efecto, los bebés sienten como propio todo lo que sentimos las mamás, sobre todo lo que no podemos reconocer, lo que no está organizado en nuestra conciencia, lo que hemos relegado a la sombra.
Suelo utilizar una metáfora que tal vez sirva para adentrarnos en este concepto: imaginemos una piscina repleta de agua. Los bebés nacen en el interior de ese submundo acuático mientras las madres somos succionadas hacia el fondo de esa masa líquida envolvente. Si el agua está fría, ambos –mamá y bebé– sentimos el frío. Si el agua está caliente, ambos –mamá y bebé– sentimos el calor. Permaneciendo en ese abismo acuoso, simplemente sentimos lo mismo que el bebé, y por eso podemos satisfacerlo. No se trata de interpretar lo que le pasa, sino de vibrar en la misma realidad emocional. Exactamente eso es el fenómeno de fusión emocional, previsto para la supervivencia de los cachorros humanos.
Pero, entonces, ¿por qué nuestras propias madres no nos han sentido? ¿Incluso por qué nosotras no hemos permanecido en la misma agua fusional con nuestros hijos pequeños, y –por el contrario– hemos obedecido a consejeros con opiniones ambivalentes respecto de nuestras certezas internas?
He aquí una evidencia: el territorio fusional es inmenso. No solo nos invita a ingresar en la fusión completa con nuestro bebé, sino que también contactamos fusionalmente con la niña que nosotras hemos sido –de la cual no tenemos recuerdos conscientes– y empalmamos también con todo nuestro universo emocional, pasado, presente y futuro.
¿Qué sucede entonces? Acontece que no podemos decodificar todas estas sensaciones nuevas. Sobre todo porque emergen la incertidumbre, la soledad, la violencia, el desamor, el desamparo, el desprecio o lo que sea que hayamos vivido siendo niñas, especialmente si no tenemos suficiente conciencia respecto de esas experiencias infantiles. Es tanto el dolor, es tanta la desesperación... que las mujeres devenidas madres sentimos enloquecer. Entonces huimos de la piscina de agua, desde donde nuestro hijo pequeño nos reclama. Es lógico, porque nos resulta intolerable. Estamos inundadas por angustias en apariencia infundadas pero que corresponden a experiencias bien reales.
A nuestras madres les pasó lo mismo. Tuvieron que escapar de sus propios demonios infantiles y salvarse. Significa que a nuestras abuelas les pasó lo mismo respecto de sus propias infancias, y así, en una espiral transgeneracional de infancias lastimadas.
Es fundamental que reconozcamos la importancia que tiene para la humanidad entera que las madres recibamos el apoyo suficiente para permanecer en fusión emocional con nuestros hijos pequeños. No solo para sentirlos y –por lo tanto– para poder satisfacerlos, sino sobre todo para registrar, comprender y sobreponernos a aquello que nos haya acontecido en el pasado. (...)
Desde el punto de vista de la fusión emocional, si un bebé enferma, llora demasiado o está exageradamente inquieto, además de hacernos preguntas en el plano físico, será necesario interrogarnos a nosotras mismas, reconociendo que la “enfermedad” del niño puede manifestar una parte de nuestra sombra. Si el temor o la ansiedad nos conducen a anular el síntoma o conducta no deseable del niño, perderemos de vista el sentido de esta evidencia, desperdiciando algunos mensajes valiosos que emergieron de nuestro propio volcán interior, y que sería una pena desconocer.
*Autora de La maternidad y el encuentro con la propia sombra, editorial Sudamericana (fragmento).