Llama la atención que en “Torito”, el célebre cuento de Julio Cortázar, se hable primero de “la barra” y “el lío que armaban en la popular” (Justo Suárez dice extrañarla al pelear en Nueva York) y luego de la “barra del ring-side” (ya en los últimos años de su carrera, los del declive). ¿Cómo explicar en el texto un pasaje semejante? ¿Qué supone esa implícita supresión de lo popular para su reemplazo implícito por el círculo restringido de los que acceden al contorno exclusivo del ring?
La figuración de lo popular, en la obra de Cortázar, admite (y acaso pide) ser considerada antes que nada en clave de peronismo, porque Cortázar parece estar siempre añorando un mundo popular lejano y perdido, un mundo popular anterior al peronismo, no tocado todavía (no dañado todavía) por la irrupción del peronismo.
Pero un cuento como “Torito” cobra además un carácter anticipatorio. ¿O no se ha verificado acaso, desde entonces hasta ahora, un pasaje de esa misma índole en el boxeo: de espectáculo popular a un evento de ring-side? El boxeo fue dejando progresivamente de ser un fenómeno capaz de convocar y movilizar multitudes; las peleas han ido perdiendo el entorno fervoroso de los grandes estadios colmados, en favor de esas dos o tres filas de sillas plásticas dispuestas hoy a menudo, no sin melancolía, a la vera del cuadrilátero, o bien en favor de una gala selecta de oro y glamour para ricos y famosos y celebridades de diversa laya (Cortázar lo anticipó también, con “La noche de Mantequilla”).
El boxeo se ha ido transformando de un espectáculo televisado (un espectáculo que la televisión cubría y transmitía) a un espectáculo televisivo (un espectáculo montado por y para su televisación). Por abuso promocional, se lanzan sucesivas “peleas del siglo”, a razón de una por año aproximadamente; por falta de nuevos ídolos, se hace pelear a los viejos hasta edades de geriátrico; por necesidad de azuzar un entusiasmo ya devastado, se multiplican las categorías y las coronas, y son tantos los campeones que ya nadie los registra. Los medios de masas les han quitado su fiesta a las masas.
Ahora vienen por el fútbol. El fútbol como negocio (al que no me opongo) sufre el acecho del puro negocio, si es que no del negociado (a los que sí me opongo, y mucho). El presidente de la Conmebol, Alejandro Domínguez, ha vuelto a la carga este año con el propósito de anular las tribunas populares, en procura del modelo del estadio-teatro: todo platea (todo ring-side), sin saltos ni banderas ni desorden ni pasión (aclaro que mi discrepancia con Domínguez se debe a una auténtica divergencia ideológica, y no al hecho de que, según parece, somos en el fútbol argentino hinchas de equipos rivales).
Algunas cosas ya han logrado, son cosas que hemos perdido. A la salida de los equipos a la cancha, por ejemplo, ya le han quitado aquel magnífico pique corto hasta el círculo central que tanta efervescencia encendía, y lo han suplido por una escena anodina de excursión de jardín de infantes, con el árbitro recogiendo la pelota al llegar como un empleado (no es otra cosa) que marca tarjeta (no hace otra cosa) al entrar a su oficina (de eso se trata).
En los festejos de campeonato, los papelitos los tira la entidad organizadora, adecuando la ceremonia al encuadre preestablecido de las cámaras de televisión, con alguna música incongruente brotando de poderosos parlantes, de manera de mantener al público presente en silencio y mayormente inmóvil, con el gesto turístico de dedicarse a tomar fotos. Las vueltas olímpicas se hacen a paso lento, como en un paseo de compras; los jugadores tienen que hacer las veces de hinchas (saltan, gritan, insultan), ya que los hinchas han sido escrupulosamente descartados. Los protagonistas ya no festejan rodeados de público, sino de fotógrafos y camarógrafos, que igual no dejan ver nada (no dejan ver nada en las canchas, para permitir que se vea todo en los diarios y en la televisión).
Yo creo que con el fútbol no podrán. Yo creo que la pasión popular resistirá. Pero dado que con el boxeo pudieron, convendría no confiarse demasiado.