Nuestra historia oficial se empeña en asignar a las mujeres papeles subalternos en tiempos independentistas: esperar resignadamente a sus esposos próceres, bordar banderas, prestar su piano para la ejecución de alguna canción patria. La historia de Juana Azurduy es emblemática del papel heroico que muchas mujeres desempeñaron durante nuestra independencia.
A su esposo Manuel Ascencio, también le conmovía el infortunio de aquellos hombres y mujeres de piel cobriza, siempre simpatizó con los “abajeños”, como se apodaba a quienes provenían del Río de la Plata. Había conocido a varios en Chuquisaca: Moreno, Monteagudo, Castelli, Paso, Rodríguez Peña, y otros que eran estudiantes en la universidad San Francisco Xavier. Compartían agitadas reuniones en fondas donde se hablaba de las arbitrariedades de la dominación hispánica y se susurraban anhelos libertarios.
Las propiedades de los Padilla son confiscadas por su compromiso con la insurrección altoperuana de 1809, también todos sus animales y el grano cosechado. Doña Juana, enfervorizada, recorre las tierras de Tarabuco convocando voluntarios para unirse a la lucha por la independencia y por la libertad. Su presencia en los “ayllus” era tan imponente, encabritada sobre su potro entero y apenas domado, haciendo entrechocar su sable contra la montura de plata potosina, enfundada en una chaquetilla militar que lucía con garbo, tan convencida que también convencía a Manuel Ascencio, que llegó a reunir a diez mil soldados.
—Es la Pachamama –susurraban los indios, ilusionados de que si la seguían les sucederían cosas buenas.
Pero la definitiva derrota de Ayohuma no sólo significará la retirada de los ejércitos rioplatenses, sino que también implicará la convicción definitiva de que de allí en más los caudillos altoperuanos deberían arreglárselas por sí mismos.
De esta guerra, que llama “Guerra de las Republiquetas”, dice Mitre en su Historia de Belgrano y de la independencia argentina: “Es ésta una de las guerras más extraordinarias por su genialidad, la más trágica por sus sangrientas represalias y la más heroica por sus sacrificios oscuros y deliberados”. Cuenta que 105 jefes guerrilleros al fin de la guerra se han reducido a nueve.
El general realista Goyeneche, convencido de no poder con los Padilla por medio de las armas, intenta el soborno. Ambos redactan una ejemplar nota de respuesta: “Con mis armas haré que dejen el intento, convirtiéndolos en cenizas, y que sobre la propuesta de dinero y otros intereses sólo deben hacerse a los infames que pelean por su esclavitud, no a los que defienden su dulce libertad como yo lo hago a sangre y fuego”.
El acoso enemigo es tal que los Padilla se ven obligados a tomar distintas direcciones, quedando ella escondida con sus hijos en los pantanos del valle de Segura, de agua verdosa e infestados de insectos y de alimañas. Allí mueren de paludismo sus cuatro pequeños hijos. A partir de ese momento la guerra se transformó para Juana y Manuel Ascencio en despiadada, brutal. Su motivación era ya no sólo librar a su patria del opresor extranjero, sino que se trató más que nada, de vengar la muerte de sus amadísimos hijos.
Tanto fue el daño infringido al enemigo que Juana recibe la designación de teniente coronel “en justa compensación de los heroicos sacrificios con que esta virtuosa americana se presta a las rudas fatigas de la guerra en obsequio de la libertad de la Patria”. Firmaba el director supremo Pueyrredón y se lo alcanza Manuel Belgrano. La presidenta Cristina Fernández, a su vez, la ascenderá a generala.
Juana Azurduy murió en su Chuquisaca natal, ya bautizada Sucre, a los 82 años, olvidada y en la miseria, como no podía ser de otra manera, un 25 de Mayo. Fue enterrada en una fosa común y sus restos sólo fueron acompañados por Indalecio Sandi, un indiecito de luces menguadas que fue su compañía en los días postreros.
Finalmente ha llegado, para la historia argentina, la hora de su justiciera reivindicación.
*Historiador.