En los primeros meses de 2009 el Gobierno nacional pasó por un período de mejoría. La elección legislativa fue entonces adelantada a junio. Kirchner jugó todas sus fichas a esa elección y el resultado fue contraproducente. Sufrió una derrota importante, perdió en los distritos más populosos del país, arrastró consigo a gobernadores e intendentes que no necesitaban comprometerse en esa aventura y quedó más aislado de la sociedad de lo que ya estaba. Desde entonces, el Gobierno no mejoró en la consideración pública.
La opinión pública, en medio del desconcierto reinante, quedó dividida: una parte menor, principalmente en las clases más bajas, mantiene su apoyo al Gobierno; una parte mayor le ha perdido confianza o simplemente no lo quiere, pero no encuentra cómo expresar su malestar. No sorprende entonces que mientras el Gobierno pierde apoyo, nadie emerge como una alternativa. Existen algunos políticos con buena imagen pero ninguno se perfila como una opción opositora fuerte y ése es un hecho algo intrigante. Si el Gobierno declina, cabría esperar que la sociedad busque alternativas opositoras. Pero no es lo que está ocurriendo, posiblemente porque la sociedad está buscando opciones de síntesis antes que opciones francamente opositoras.
La Argentina es una sociedad signada por el pesimismo. En 2009, el pesimismo volvió a trepar a niveles de los más altos, conocidos otras veces.
En los veintiséis años desde el reestablecimiento de la democracia, los ciclos de optimismo fueron acotados y tendieron a ceder el lugar a ciclos de pesimismo cada vez más hondos. La noción de que “aquí nada funcionará” está asociada a dos aspectos profundos del humor de los argentinos. Uno es el descrédito de la política. Otro es la baja autoestima en que se tiene el argentino a sí mismo y la baja estima en que tiene a sus compatriotas. “No podemos” porque somos incapaces, porque no cumplimos las reglas, porque muchos de nosotros somos pícaros que trabajamos poco y buscamos ventajas donde sea que las podamos encontrar, no somos solidarios, no pensamos en el país. “No va andar” es la vieja consigna pesimista instalada en un memorable comercial publicitario hace más de cuarenta años.
Los primeros cuatro años de la presidencia de Néstor Kirchner fueron excepcionales en ese plano; en cambio, los dos años de Cristina están dentro de la pauta conocida (un poco más honda, como corresponde a la tendencia). Gobernar en un clima de confianza no es un aspecto lateral de la gestión; es un factor de un peso enorme, que ayuda a contrarrestar ciclos económicos malos –como el de los primeros años de Alfonsín– y a potenciar ciclos favorables –como el de la primera presidencia de Kirchner. La confianza empuja a la economía, lleva a tolerar errores o atributos antipáticos del gobernante, tiende a prorrogar el crédito que la sociedad le concede; el pesimismo reduce el margen de tolerancia al gobierno, predispone a la gente a ver todo bajo un ángulo negativo, potencia los problemas. El abrupto descenso del clima de confianza durante 2009 ha sido uno de los mayores obstáculos con que cuenta el gobierno de Cristina de Kirchner.
La agenda de la sociedad: estabilidad y desafíos. La agenda de la sociedad no ha cambiado mucho durante 2009. Seis grandes temas se mantienen al frente de las preocupaciones: la delincuencia, el desempleo, la pobreza, los bajos salarios, la educación y la inflación.
La mayoría de la población no ve a sus dirigentes haciéndose cargo de esa agenda, traduciéndola a propuestas de gobierno. No hay grandes consensos sociales sobre la soluciones a esos problemas, pero eso no significa que la gente no espere propuestas sino que espera distintas opciones para elegir entre ellas –y, eventualmente, para tener dónde debatirlas–. Compartiendo una agenda, los dirigentes empiezan a recorrer el camino de tornarse representantes de algunos ciudadanos; formulando propuestas, se posicionan y pueden competir por un mandato de gobierno.
Los discursos opositores giran, hasta ahora, alrededor de dos ejes que parecen inconducentes: criticar al Gobierno y pelearse con otros opositores. El humor de la sociedad va en otra dirección: no necesita escuchar más críticas a un gobierno en el que no deposita confianza y que no despierta mayores expectativas; ya sabe lo que no le gusta de él y no reclama ese relato. De los dirigentes, se espera que busquen coincidencias, no diferencias. Necesita alternativas creíbles. La oposición, hasta ahora, no se las ofrece. Insisto en el “hasta ahora” porque durante las últimas semanas, a partir de la sesión preparatoria de la nueva Cámara de Diputados, una vez más se abre un compás de expectativas sobre posibles acuerdos opositores más sustantivos.
Tampoco hay en la sociedad demasiados consensos acerca de la dirección en la que debería orientarse el país. No existe nada parecido al consenso de los años 90, masivamente favorable a la convertibilidad y a un mayor protagonismo del sector privado en la economía, o al consenso de principios de los 80, que ponía a la democratización del país como prioridad y quería una sociedad más abierta al mundo. La sociedad está hoy más fragmentada –en buena medida, como consecuencia de las transformaciones estructurales de los años 90, que produjeron marcadas diferencias entre los ganadores y lo perdedores de esos cambios.
Hay una constante en la política argentina: esos temas que se destacan en la agenda porque las personas los mencionan cuando responden a las encuestas, son uno de los determinantes de la suerte de los gobiernos en la estima pública. Cuando la sociedad instala un nuevo tema –por las razones que sean o, como frecuentemente alegan los gobernantes, instigada por los medios de prensa o por alguna otra fuerza exógena–, quienes gobiernan se aferran a la agenda anterior, subrayando sus éxitos en esos temas y se desconectan de las demandas sociales. Así le sucedió a Alfonsín, quien se aferró al tema de la consolidación de la democracia y no pudo entender que la opinión pública le pusiera la inflación como prioridad; a Menen, quien entendió que con controlar la inflación cumplía su cometido y mostró el mismo desconcierto ante el crecimiento de la preocupación por el desempleo; y a Kirchner, quien exhibió el éxito de la disminución del desempleo y no entendió que apareciese ante sus ojos el tema de la delincuencia.
La situación de Cristina Fernández de Kirchner es peor que la de todos ellos, porque ahora no es un tema sino varios los que parecen venírsele encima. El desempleo había bajado abruptamente durante los años de presidencia de Néstor Kirchner; la inflación también, y sólo la delincuencia perturbó su conexión con la opinión pública. A Cristina la abruman todos esos temas.
Consensos posibles. Más allá de los amplios disensos sociales que prevalecen en la Argentina de este año, la opinión pública mantiene algunos consensos muy básicos que vienen de larga data y otros que vienen creciendo desde el año pasado y se profundizaron con el correr de éste. El más evidente consenso que permanece inalterado es el que se expresa en la muy buena imagen positiva de algunos sectores sociales y la pobre imagen de otros. Los “buenos” de esta película son, ante todo, y desde hace años, los que producen –productores agropecuarios, industriales, comerciantes– y también los que generan información –intelectuales y científicos, periodistas y encuestadores. Con mínimas variaciones, esos grupos se mantienen al tope de las simpatías de la gente.
Los que revisten características más corporativas, los que bregan por intereses particulares o buscan distribuir son los que tienen peor imagen –políticos, sindicalistas, piqueteros. Hay dirigentes argentinos que no terminan de sintonizar con la manera en que gran parte de la población entiende algunos conceptos: piensan que “distribuir” está asociado a la justicia social y que “producir” está asociado a un capitalismo injusto. Pero para muchísima gente, “distribuir” se asocia a quitar a algunos arbitrariamente lo que se dará a otros de manera igualmente arbitraria, y “producir” se asocia a tener trabajo y a obtener mejores ingresos.
Detrás de esas imágenes anida un consenso posible. Está claro que el mayor desacierto político del Gobierno nacional, en términos de sus apoyos en la sociedad, fue declarar las hostilidades a los sectores productivos y de la información. Toda vez que algunos políticos mostraron simpatías por quienes producen o quienes generan información –y particularmente por el campo, y más recientemente por los medios de prensa, epicentros de las grandes batallas libradas por el Gobierno– esos políticos tendieron a mejorar su imagen. La conclusión es simple: la sociedad valora la producción y la información, espera menos interferencias de los gobiernos en esos planos.
También se demanda gobernabilidad y presencia del Estado. Pero no para intervenir discrecionalmente en cuanto ámbito puede haber lugar para una decisión regulatoria o un cambio de reglas, sino para asegurar protección y justicia, custodia de los espacios públicos, mantenimiento razonable del orden y provisión de servicios básicos. Sin duda, hay argentinos que esperan que el Estado los ayude en la vida, como los hay también quienes esperan que el Estado no grave sus ingresos de manera irrazonable para ayudar a otros. Pero todos coinciden en esperar que el Estado se muestre: con presencia en la calle y eficaz en generar bienes colectivos, más que un Estado que interfiere en la actividad productiva.
Durante 2009, se ha ido profundizando otro consenso básico: más federalismo. El punto al que han llegado las provincias, cuyos gobiernos no pueden pagar los sueldos administrativos sin una intervención del Ejecutivo nacional cada mes del año, se vincula con otros dos aspectos visibles para todo el mundo: el desorden en el gasto público y la impotencia de los gobiernos provinciales y locales ante el conflicto planteado por el Gobierno nacional con el agro. Esa mezcla reforzó el consenso federalista.
Productivismo, libertad de información, Estado presente, federalismo: la plataforma básica de un consenso posible para gobernar.
Baja representación y liderazgos personalistas. Una conjetura se desprende de lo anterior: el Gobierno nacional declinó en buena medida debido a que no supo expresar esas demandas muy básicas que tienen consenso en la sociedad; antes que ello, más bien las contradijo; y la oposición no crece porque tampoco se está haciendo cargo de ellas. No está muy claro quiénes se hacen cargo de esa agenda de los consensos, pero además no está claro cuáles son las prioridades de los dirigentes políticos opositores; porque si su prioridad es atacar al Gobierno y pelearse con otros dirigentes opositores cada día, la conclusión es que los consensos no son prioritarios para ellos. Se los ve más personalistas que representativos.
Esto se agrava por un problema muy de fondo y no privativo del año que terminó. Desde hace casi una década, los argentinos fuimos perdiendo contacto con los canales que llevan a los ciudadanos a conectarse con la política. Se vota, pero el voto es cada vez más testimonial, aunque el tema de los candidatos testimoniales recién se haya puesto a la orden del día en la elección legislativa de 2009. El voto es testimonial porque al votante poco o nada le importa si el candidato al que vota asumirá o no su banca, ni cuáles son sus propuestas ni cuál su desempeño ulterior en el Congreso o en el Concejo; se vota para emitir una señal, un mensaje; literalmente, un testimonio. Eso lleva a la curiosa situación de un país donde la tasa de votantes es relativamente alta y donde al mismo tiempo la mayoría de la gente, cuando se le pregunta a quién votó, tiende a decir “no me acuerdo” y cuando se le pregunta quién lo representa en el Congreso responde “nadie”. No se votó para elegir un representante, no hay representación.
El problema es una cara de una moneda que del otro lado muestra el vaciamiento de los partidos políticos, abandonados por la ciudadanía. Entre 1984 y 2007, el número de afiliados –declarado en las encuestas– cayó a la mitad; pero más dramática es la caída en el número de simpatizantes de algún partido, que bajó de aproximadamente el cincuenta por ciento de toda la población adulta a poco más del diez por ciento. En consecuencia, mientras en 1984, prácticamente tres de cada cuatro ciudadanos estaban cerca de algún partido, en 2007 ese número no llegaba al treinta por ciento. Entre 2008 y 2009 esa situación tiende a revertirse muy ligeramente. Como si empezase a despuntar una ola de búsqueda de partidos confiables, tal vez hartazgo con esta realidad de crisis de representación democrática que sufre la Argentina, la cual lleva a los ciudadanos a sentir que sólo tienen voz si salen a la calle a protestar por algo.
Sin partidos, difícilmente hay representación. Sin candidatos que surgen de procesos internos, donde de alguna manera –mejor o peor, prolija o desprolijamente– los ciudadanos que voluntariamente se acercan a ellos tienen algo que decir y contribuyen a ungirlos representantes, la política se convierte en un juego cerrado, ajeno a la sociedad, sin raíces en la ciudadanía; huele mal.
En la medida en que muchos políticos siguen autoproclamándose candidatos –o desproclamándose, valga la expresión, aun mucho antes de que nadie los hubiese proclamado–, la política no expresa a la gente y no genera esa cualidad esencial de un orden democrático que es la representación de los ciudadanos. La opinión pública está cansada de eso. Es cierto, si se pregunta al ciudadano promedio si volvería a algún partido, o simplemente si espera que éstos se reconstituyan, posiblemente dirá que no o que le da lo mismo. Pero está claro que espera encontrar en su radio de mira algunos dirigentes en los que poder confiar de manera más estable que cuando se los elige para dar testimonio circunstancial de un estado de ánimo a través del voto. La elección legislativa marcó un punto de inflexión en esa tendencia al voto testimonial, porque este año el voto testimonial fue llevado al punto de lo grotesco, de la burla manifiesta al votante.
En el contexto de la experiencia de la pulseada social entre el Gobierno, el campo y la opinión pública, que se desencadenó a principios de 2008 y culminó aquel día en que el Senado rechazó la Resolución 125 por el voto en desempate del vicepresidente de la Nación, la elección legislativa de junio de 2009 significó la evidencia de que “algo puede esperarse todavía”. Sería exagerado decir que fue un baño de esperanza, pero fue una señal en el horizonte que bien puede ser llamada una luz de esperanza. Esperanza en un sistema político más representativo, más sensible a las demandas de la sociedad; en un clima de convivencia entre quienes no piensan igual en todo –porque los argentinos tampoco pensamos igual en todo–, en una atmósfera de respeto entre gobernantes y opositores. Algo que –casi en el límite– mostró la Cámara de Diputados en esa sesión del 3 de diciembre que puso un hito entre la Argentina de 2009 y lo que cabe esperar a partir de 2010.
*Rector de la Universidad Torcuato Di Tella.