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La Historia, de nuevo amenazada

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¿Qué sería peor, la mezquita de Córdoba o Santa Sofía en Estambul (en proceso de restauración)? Las arcadas que siempre me provocaron los saqueos indiscriminados que los Estados imperiales realizaron en los siglos XIX y XX en los sitios arqueológicos que consideraron amenazados chocan hoy con la indignación profunda que siento ante cada nueva noticia de una ciudad antigua destrozada en nombre de una depuración religiosa y cultural.

Se trata, en ambos casos, de prácticas aberrantes porque en los dos casos de lo que se trata es de distorsionar la historia, que es inevitable porque ya ha sucedido y por eso mismo nos constituye y nos advierte sobre nuestra propia caducidad.
Desgajado un friso del Partenón del lugar al que legítimamente pertenecía (en nombre del “Patrimonio de la Humanidad”) dice tan poco sobre la comunidad de la que brinda testimonio como el humo ciego que surge de las ruinas que los grupos integristas dejan a su paso. No hay universales para salir a defender en esta coyuntura, sino singularidades que existieron y que son el índice de una posibilidad de vida que, aunque hoy totalmente perdida para nosotros, nos salva de la uniformidad y el falso pluralismo propugnados por el Estado Universal Homogéneo.
No es Dios lo que está en juego, ni su infinita sabiduría, ni la piedad que deberíamos sentir cada vez que el llamado nos convoca a la oración. Después de todo, Dios contempló la multiplicidad de lo viviente y en Babel nos hizo el histórico regalo de la separación de las lenguas para evitarnos toda tentación concentracionaria.

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Lo que está en juego es la Historia en su totalidad, lo mismo hoy que durante las grandes purgas de Stalin, los procesos de depuración de la Revolución China y todas las fantasías de aniquilación de la diversidad de lo viviente de las que nadie debería jactarse: la reducción a un Unico es siempre suicida, porque una vez comenzado el proceso de depuración no hay lógica que impida detenerlo. Siempre habrá algo que se escape del ideal y, en definitiva, en el centro de cada una de las capas de cebolla que se van eliminando hay nada: la nada es lo que queda después de haberlo depurado todo.

Ni siquiera se trata de salvar las culturas que esas ruinas arrasadas por el odio actual habrían representado alguna vez, la mayoría de las cuales están hoy totalmente muertas, sino lisa y llanamente la delicadeza de las imágenes, en los lugares en los que cumplieron alguna función, alguna vez. Que sobrevivan imágenes nos permite pensar en los singulares ciclos de existencia de las culturas, por más inertes que éstas sean.

Los edificios que levantaron los asirios en Nínive o los libros guardados en la biblioteca de Mosul no pueden representar ningún riesgo para ningún proyecto político, pero su pérdida es tan irreparable como la de un joven o una muchacha asesinados en nombre de la pureza ideológica: lo que se escapa entre los dedos, en esos gestos de desprecio hacia lo otro, es la propia capacidad de imaginar, de relacionarse con imágenes ajenas, de situarse en el lugar del otro.

Y para peor, la posición extremista de los destructores de lo que estuvo antes que el islam (grupos minoritarios, pero con poder de fuego) alimenta las peores pesadillas coloniales: ¿quién podría oponerse seriamente al levantamiento de nuevos museos, bibliotecas y parques temáticos en Europa y sus países satélites para albergar todo aquello que hoy parece en riesgo?

¿A esa forma de “civilización” se pretende arrastrarnos? Si ya sabemos que, arrancados del propio paisaje, esas piedras, esos papiros y esos artefactos no son sino la pálida protesta de una experiencia aniquilada, de una experiencia de la aniquilación.

Al destruir lo que ya no tiene ningún impacto cultural o al desplazarlo a un lugar seguro como mero objeto decorativo, lo que se dice es el terror a la propia caducidad, a ser uno mismo una hebra de carne que no va a durar para siempre.

La única eternidad que Dios nos garantiza es la de participar de los misterios de su Nombre (éste, aquél o ninguno). Todos los artefactos secuestrados por los Estados imperiales guardan la huella de esas interrogaciones. Todos los poetas, músicos y pintores cuyas voces son hoy dinamitadas lo supieron.