La reacción popular de los vecinos –recordemos, a los de Valentín Alsina y Lanús–, hastiados ante la ineficacia del sistema político dominante y de la Policía para garantizar el derecho a la seguridad, no debiera utilizarse para reinstalar soluciones simplistas que parecen decir que con sólo bajar la edad de imputabilidad de los menores se resuelve la situación. En este debate hay algunos ejes que no pueden perderse de vista: ningún pibe nace chorro o asesino. Si un país acepta –como regla de su organización– que un 35% de la población esté en situación de pobreza (14 millones de personas, de las cuales la mitad son menores de 18 años), es un acto de hipocresía social entender que la solución al delito pase por penalizarlo. En la Argentina, más de la mitad de los pobres son pibes y más de la mitad de los pibes son pobres.
Suponer que con encerrar de por vida al menor (o, incluso matarlo, aplicando la pena de muerte) que asesinara al vecino de Lanús para robarle un auto se soluciona el problema puede tener dos interpretaciones. Por un lado, la ignorancia absoluta sobre las características del delito que se estaba consumando y, por el otro, la decisión política de no hablar de los problemas que determinan las situaciones de seguridad terminan poniendo parches que cortan por lo más delgado. Debiera entenderse que el menor que robaba el auto no lo hacía de manera autónoma para mejorar su movilidad personal. Es, en realidad, el eslabón más débil de una cadena comercial y económica que es capaz de reingresar el auto completo o transformado en repuestos al mercado automotor legal, haciendo pingües ganancias.
Dicho de otro modo, detrás de la violencia y el crimen hay un mercado con una organización empresarial que lucra con esta manifestación de inseguridad. Mercados son también el narcotráfico, los secuestros, el tráfico de armas, la prostitución, la trata de personas y el juego, que en muchos casos actúa como articulador de los negocios mencionados.
¿Dónde están las políticas de Estado que, identificando el funcionamiento de esos mercados, actúen desarticulándolos con el uso del control policial, con la fiscalización impositiva y aduanera, y con la decisión política de clausurar desarmaderos, prostíbulos, laboratorios clandestinos, etc.? Si el crimen violento es expresión del funcionamiento de mercados concretos, que se reproducen ampliando sus beneficios, es obvio que por más castigo que exista sobre un menor de 14 años, habrá siempre otro menor dispuesto a todo (entre otras cosas, a matar o morir) para salir de la situación sin horizonte ni perspectivas que esta Argentina de 14 millones de pobres –y sólo cuatro de cada diez trabajadores en blanco– le propone.
Por último, no pueden quedar afuera del análisis las responsabilidades políticas y de las propias instituciones de seguridad (Policía y demás fuerzas de seguridad, Sistema Penitenciario, Poder Judicial, etc.). Es obvio que ningún desarmadero de autos puede funcionar sin protección policial y política, y es claro, por lo tanto, que el desafío que tiene la democracia es romper un doble pacto. Aquél por el cual segmentos del poder político protegen y otorgan impunidad a un accionar policial que, a su vez, vía control territorial, protege al delito.
No es necesario dar nombres. Está claro que si existen estructuras políticas que hace décadas gobiernan el Conurbano, la ineficacia se parece demasiado a la complicidad. Difícilmente, si los mismos de siempre siguen gobernando el Conurbano, la seguridad pueda mejorar. Por otra parte, ha habido un pacto entre el gobierno de Kirchner y el de Macri, por el cual se ha postergado el avance de la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires, para mantener intacto el poder de la Policía Federal. Sin cambios en la Federal, sin replanteo institucional en el Conurbano y sin identificar a los mercaderes de la violencia y el crimen no habrá seguridad en la Argentina.
*Diputado nacional de Buenos Aires para Todos en Proyecto Sur.