Es sabido que las circunstancias extremas son el huevo de la serpiente que prepara en el pueblo elecciones populistas cargadas de fe y ceguera: bajo la República de Weimar se gestó Hitler; bajo las secuelas de Carlos Andrés Pérez, Hugo Chávez; bajo la hiperinflación alfonsinista, Carlos Menem. Durante una hiperinflación, la economía se precariza y la vida cotidiana se reduce a un cálculo continuo, casi a una apuesta para sobrevivir, donde lo único posible para paliar la pérdida del ahorro, tiempo, fuerza de trabajo y poder adquisitivo es la compraventa instantánea. Durante la República de Weimar, los trabajadores no cobraban una vez al mes, sino dos veces al día. En el ínterin, a la hora del almuerzo, en vez de comer, todos corrían a deshacerse de sus marcos antes de que se devaluaran por la tarde.
Nunca visité ningún país más condicionado culturalmente por la inflación que Venezuela. No incluyo a la Argentina, por supuesto, porque es mi lugar de residencia y no tengo suficiente distancia. La primera vez que pisé Venezuela, a mediados de la década del noventa, la sociedad se recuperaba de una hiperinflación pesadillesca, comparable a la del fin del alfonsinismo. Como en la Argentina, para cada generación las experiencias inflacionarias sobreviven en la memoria como traumas que desatan, ante el primer indicio de devaluación, trotes acelerados hacia bancos y casas de cambio. Ya en el aeropuerto se respiraba un clima extraño, como si la hiperinflación, más que sacudir los precios, hubiera minado la dimensión real de las cosas. Los ojos de la gente presentaban una pátina profunda de angustia. Las mismas miradas vacías o recelosas las vi replicadas en las calles de Caracas. No guardo recuerdos de la ciudad, pero sí de esas miradas, de la urgencia frente a la velocidad de un presente escurridizo y del cálculo miserable que esa velocidad obligaba a imprimir en la vida cotidiana. Veía cuerpos sin alma por primera vez. El clima de angustia esbozado semanas atrás en el país frente a la escalada del dólar me recordó cuadros de aquella Venezuela post Carlos Andrés Pérez.
Cinco años después, en 1999, quizá producto de esa angustia arraigada, una mezcla de militar, líder populista y pastor llegó al poder. En 2002 volví a viajar a Venezuela y deambulé por el interior del país, sin pisar Caracas. El día de mi arribo llegué al hotel, prendí la tele y allí estaba Chávez blandiendo una pequeña biblia en un programa llamado Aló presidente. Con entrenado carisma, prodigaba regalos a los participantes –cada programa se grababa en un pueblo o en un barrio desfavorecido, donde lo recibían como al Mesías– y desplegaba parlamentos extensos y eufóricos. La angustia atávica de la hiperinflación había sido opacada por la fuerza del asistencialismo estatal. Las góndolas de los supermercados todavía no estaban desabastecidas y funcionaban los hospitales públicos, aunque la figura de Chávez ya era controversial para la clase media y en muchos círculos culturales generaba vergüenza ajena. Daban por sentado que era un accidente de la Historia que duraría poco. La oposición todavía gobernaba en varias provincias del país y tenía representación en el Parlamento, por lo cual no había por qué ni cómo suponer que el chavismo se perpetuaría en el poder hasta 2025.