COLUMNISTAS

La invención del tiempo

Yo no sé lo que es el tiempo. Definiciones no faltan; al contrario, sobran, cosa que me da la pista de que nadie sabe lo que es el tiempo.

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Es que el tema me interesa particularmente, como usté se habrá dado cuenta. Un respetable y respetado por mí, escritor argentino, dice que hay que escribir sobre lo que se sabe; y yo, a mí que me disculpe pero creo que una tiene que escribir sobre lo que no sabe a ver si puede averiguar o acaso imaginar lo que hay en eso misterioso, desconocido, lejano, ajeno y opaco. Era lo que hacían (con éxito a mi modo de ver) por un lado Magritte y por el otro Borges. Y tantos otros y tantas otras.

Yo no sé lo que es el tiempo. Definiciones no faltan; al contrario, sobran, cosa que me da la pista de que nadie sabe lo que es el tiempo. Usté adopte la que quiera. Yo no adopto ninguna. Sólo arriesgo: ¿y si el tiempo no hubiera existido todo el tiempo? Digo, ¿si no hubiera existido cuando no existía nada, antes del big bang y tampoco hubiera existido cuando empezó (y siguió) existiendo algo? Pero existe: relojes, almanaques, tercera edad y todo eso; como existe, en algún momento tiene que haber empezado.

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Prefiero pensar que alguien lo inventó, y me rompo la cabeza tratando de decidir cuándo. No muy atrás: tampoco hay que exagerar. Supongamos que habíamos pasado hacía mucho por la explosión cámbrica (500 y pico de millones de años) y que el mundo estaba lleno de animales. Hace unos 65 millones, aparecen, no como por arte de magia sino despacito, los primates. Pero ésos seguro que no inventaron nada. Ahora, los homínidos (hace 4 millones de años) ya son otra cosa: Lucy estaba cerca. Y todo eso pasaba en el Africa subsahariana, dicen los que saben.

No digo que fue en ese momento, pero teniendo en cuenta que entre 34 y 36 mil años ya convivían, parece que en paz, el Sapiens y el Neanderthal, nuestro inventor (o inventora) tiene que haber vivido entre el Sapiens y Lucy. Y en Africa. Lo cual significa, lo digo en cuanto se me presenta la oportunidad, que nuestras primeras madres, nuestros primeros padres, eran negros. ¡Negros! ¡Qué belleza! Una piensa en Naomi Campbell por ejemplo y ya las rubias blanquecinas le parecen una estampita cursi. Una piensa en los racistas y le dan ganas de decirles: “Chicos, su mamá, mi mamá, la mamá de Obama desde ya, y todas las mamás del mundo, ¡eran negras!”. Así que no me vengan con que Marian Anderson tuvo que entrar a su hotel por la ventana porque los negros no podían atravesar las puertas del Savoy.

Volvamos al tiempo que es nuestro tema. La inventora o el inventor del tiempo era negro. Negro y peludo pero ya tenía una frente más ancha que la de sus abuelos y una mandíbula más retraída que la de sus bisabuelos. Y, éste es otro punto de conflicto, ya hacía el amor cara a cara con la hembra. Tiene que haber sido así: si habían descubierto que se podía tener relaciones sexuales en posiciones distintas de las de los perros, oehippus y lo que fuera, ya estaban en camino hacia los yuppies de traje gris, pelito cortito, tarjeta oro de crédito y estuche para la computadora. Era pues, el momento ideal para inventar el tiempo.

El tipo, o la tipa, se acostó en el páramo cara al cielo y se preguntó sobre las estrellas. O no. Mejor no lo distraigamos: no se preguntó nada; simplemente miró en torno y vio lo que veía siempre, porque aunque todavía andaban de aquí para allá buscando comida, en general los paisajes eran muy parecidos y el turismo tenía poca demanda. Y allí mismo, ¿cómo empezó el asunto? Se me ocurren varios disparates pero elijo el que más me gusta y me tiro a la pileta sin saber si hay agua: miró algo, con atención. Ese algo no tenía nombre porque nada tenía nombre todavía ya que cierta gente no lo había inventado al pazguato de Adán nombrando animales y plantas. Ese algo era, digamos, un helecho gigante. Entonces, nuestra inventora o nuestro inventor pensó en que caminaría hasta allá a ver si encontraba algo de comer. Pero le dio un poco de pereza: el solcito calentaba y era la hora de la siesta. Se dijo que no tenía ganas de atravesar esa distancia y ¡zas! quedó libre al viento del eterno verano, el concepto de distancia. El o ella no había inventado la distancia porque la distancia ya existía, pero acababa de usarla para su comodidad y su bien. Y, que se lo diga el señor Einstein un muchísimo tiempo después: una vez establecida la distancia, quedó, ahí a su lado, gemelo con ella, el tiempo.

Esta señora, o señor, peludo, bajito, fornido y determinado a vivir su vida lo mejor posible, no se dio cuenta de lo que había logrado. Pero de ahí en adelante supo cuánto (pasos, carreras, saltos) tenía que recorrer para llegar a cierto lugar.

¡Qué bueno! Había inventado el tiempo.