Los argentinos hemos demostrado tener una disritmia al levantar monumentos a nuestros próceres. Por ejemplo, la tercera estatua en ser erigida en Buenos Aires (después de la de Belgrano y San Martín) no recordaba a ningún prócer de Mayo ni de la independencia, sino a un político italiano que jamás posó sus pies en Buenos Aires, Giuseppe Manzini, cuya estatua, fruto de la maestría de Guido Monteverde, está emplazada sobre la Plaza Roma desde 1878. Mucho tuvo que ver aquí la masonería argentina.
Los próceres de Mayo fueron homenajeados cien años después, dada la premura que existía por celebrar el Centenario y aun así el monumento de Mariano Moreno, obra de Blay y Fábregas, tardó 13 años en ser emplazado frente al Congreso de la Nación.
A la fecha, le debemos su correspondiente monumento a Feliciano Chiclana, primer auditor de los ejércitos de la patria –concedido por decreto de 1834, firmado por Juan Manuel de Rosas. También le adeudamos su estatua a Gregorio Aráoz de Lamadrid, cuyo decreto fue firmado hace más de cien años. La obra que recuerda a Juan María Gutiérrez tampoco cuenta con los fondos para su construcción. Sin embargo, el ex presidente patagónico ha salteado estos menesteres burocráticos y prontamente contará con una obra de considerables dimensiones, cuando ni Frondizi ni Illia tienen una que los homenajee (más allá del busto que tienen todos los ex presidentes en la Casa Rosada), a pesar de contar con el juicio favorable de la historia. Néstor Kirchner, en cambio, sólo tiene juicios pendientes con la Justicia. Los intereses partidarios y políticos obvian el decantamiento que ofrece una perspectiva desapasionada de la historia.
Mientras esperamos que ésta se expida, circunstancia que suele ser tan lenta como los vericuetos legales, podremos contar con la justicia de las palomas, jueces imparciales de los actos de los hombres. Ellas emitirán su veredicto sobre el rostro pétreo del ex presidente.
*Médico y escritor.