En 2006, el mismo año que estrenó su última película (Inland Empire), David Lynch publicó un libro que acaba de ser editado en castellano: Atrapa el pez dorado. Meditación, conciencia y creatividad. Desde su primer film, Cabeza borradora, y sobre todo a partir de Terciopelo azul y Twin Peaks, Lynch demostró su enorme talento para construir universos narrativos y visuales que escapan a toda lógica, y cautivan por sus atmósferas enigmáticas e inquietantes. Y son el enigma y la inquietud, precisamente, las primeras sensaciones que evoca este libro, que se abre con la dedicatoria “a su santidad Maharishi Mahesh Yogui”, aunque sus seguidores más fieles conozcan la afición, que lleva más de treinta años, del director por la meditación trascendental. ¿Qué es este extraño objeto titulado Atrapa el pez dorado, cuyas primeras páginas, de una sencillez abrumadora, lo hermanan a cualquier libro de autoayuda? “Las ideas son como peces que hay que pescar”, escribe Lynch, y para pescar los peces más grandes, lo mejor que se puede hacer es “expandir el contenedor en el que pescas: tu conciencia”.
Lynch preside una fundación que reúne fondos para que las escuelas estadounidenses integren a sus planes de estudio el método de la meditación trascendental, con el que espera, según confiesa, “crear una ola de paz, armonía y coherencia en el mundo”. Pero por fortuna, más allá de las buenas intenciones, el libro va mutando poco a poco de la autobiografía mística al manual del cinéfilo, a través de reflexiones tan extrañas como cuando señala el placer de trabajar la madera, o de contemplar animales en estado de descomposición. Cuando se aleja de la aforística, y va develando sus métodos de trabajo –desde la ambientación y la musicalización al casting de actores–, reaparece el Lynch radical, ése que es capaz de decir: “He terminado con el cine como formato. Para mí, el cine ha muerto. Ruedo en video digital, y me encanta”. O de afirmar que una película debe valerse por sí misma, sin necesidad de explicaciones; que las ideas le llegan de manera fragmentaria, y que luego intenta unir las piezas a través de la música, o de imágenes abstractas; que el secreto para terminar Cabeza borradora se lo dio una frase de la Biblia. De confesar que su motor de trabajo es, cómo no, la intuición. “La vida está llena de abstracciones y la única manera de entenderla es a través de la intuición. Intuición es ver la solución. Es la unión de la emoción y el intelecto. Algo esencial para el cineasta.”
Contra la idea de un arte romántico, Lynch escribe que “el cineasta no tiene que sufrir para mostrar el sufrimiento. Lo orquesta, pero no está adentro. Que sean los personajes los que sufran. Porque cuanto más sufre el artista, menos creativo va a ser”. Y, para aquellos que cada vez que tienen que definir su obra pulen el concepto de lo onírico, dice que a pesar de que la lógica de los sueños lo seduce, “rara vez he obtenido alguna idea de ellos. Saco más ideas de la música, o simplemente de salir a pasear”.
De una candidez irritante, de una simple lucidez, Atrapa el pez dorado puede ser pensado también como una broma más en la carrera de un director al que le fascinan los secretos y las pistas falsas. La inefable carcajada de Lynch se agazapa en los escasos caracteres de la página 161, reveladores para cualquiera que haya visto Mulholland Drive, una de sus películas más celebradas: “La caja y la llave… No tengo ni idea de lo que son”.
*Desde Barcelona.