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La lección de Xipolitakis

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Los guarismos de las últimas elecciones, prolijamente tabulados y coloreados en los medios de comunicación, me indican con elocuencia que, de cada cien argentinos (adultos) hay solamente cuatro que tienen el mismo pensamiento político que yo. Los restantes noventa y seis han de estar en desacuerdo conmigo: no piensan lo mismo, entienden que me equivoco, ven el mundo de otra forma. Es decir que, manteniendo las proporciones, en una reunión de unas cincuenta personas, daré tan sólo con una sola que comparta mis criterios sobre política (la fría medición dice dos, pero uno de los dos soy yo); y en cualquier reunión de menos de cincuenta personas, es estadísticamente probable que carezca de interlocutores afines: que me encuentre, en materia ideológica, solo. Como no soy de esa clase de personas que tienden a moverse en ambientes que predispongan a la homogeneidad (esa gente que suele juntarse tan sólo con los que se les parecen), estos números expresan para mí una verdad.

¿Será eso, me pregunto, lo que me acostumbró al desacuerdo? ¿Y junto con el desacuerdo, a sus mejores consecuencias: el hábito de dialogar, debatir, tratar de persuadir, que traten de persuadirme, el noble ejercicio de la argumentación y la réplica? Tal vez fue eso, por qué no; y junto con eso, algunos de mis trabajos (las clases, las mesas redondas, las entrevistas), que promueven el intercambio de palabras sin vituperios ni denigraciones, discusiones muy a menudo álgidas pero en todo caso educadas. En verdad, no hay casi un día de mi vida que no me exponga a esa circunstancia: la de sostener una conversación con alguien que discrepa conmigo, con alguien que disiente de mí. Soy correcto y respetuoso en todas esas situaciones, y también extremadamente sensible al destrato: el insulto, la infamia, el exabrupto.

He notado (y he sufrido) bastante violencia verbal en este último tiempo. No me convencen las explicaciones que asignan esa virulencia feroz a las nuevas tecnologías (¿una persona equilibrada y tolerante muta en energúmeno apenas se sienta frente al teclado?) o a una cierta gestión de gobierno (¿una persona equilibrada y tolerante muta en energúmeno porque se opone a esa gestión?). También he notado, y con igual pesadumbre, una cierta proclividad a fraguar tolerancias dudosas: los que fingen contemporizar, atender, escuchar, sin más verdad que la de un profundo desinterés. Porque no es menos cierto que resulta sencillo dejar que el otro hable, cuando en realidad no nos importa lo que dice; sencillo no avasallar con el lenguaje, cuando no se tiene qué decir o no se sabe decirlo o no se quiere decirlo; sencillo pasar por tolerante, cuando en verdad se es indiferente.

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La pelea verbal es un género del diálogo. El dejar que el otro hable, oyendo como quien oye llover, no lo es en absoluto. Las asperezas de la confrontación no tienen por qué tornarse ofensivas; a cambio, parece fácil contemporizar cuando lo que pueda decir el otro no importa en verdad para nada. La prueba del buen convivir se mide en el disenso, no en la concordancia (¡ay, si lo sabré yo! ¡A razón de noventa y seis contra cuatro!). Los improperios de agresividad manifiesta que me ha tocado ver o padecer en este tiempo no podría asignarlos, francamente, a una postura política determinada.

Tal vez haya algo que aprender del voto de Victoria Xipolitakis el último domingo. No traigo a colación el caso para mofas o descalificaciones. Esta señora relató en vivo y en directo su proceder de ciudadana en el secreto del cuarto oscuro. Cortó boleta: puso a Scioli, puso a Macri, puso a Massa. Se inclinó por la unión nacional, por la perfecta convivencia, se inclinó por el todos juntos, apostó a la integración armónica. ¿Voto impugnado? Voto impugnado, sí, por supuesto. Y ella, ni enterada, pura risa. Su gaffe cívica podría hacer visible, sin embargo, pese a todo y pese a Vicky, que la democracia no implica juntarse por juntarse, tampoco sumar por sumar, ni agregar todo con todo. Es el arte de sostener disidencias, sin el truco de la insustancialidad retórica. Decir cosas y que el otro también las diga. Lo opuesto de no decir nunca nada, y disfrazarlo de consideración.