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La lengua del traductor

Escribir teatro en argentino y estrenar en otro país es un ejercicio irresistiblemente elástico del alma, una medición inexacta de los alcances de la flexibilidad de la lengua, y con ella, del pensamiento, de la dominación y de la resistencia.

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Escribir teatro en argentino y estrenar en otro país es un ejercicio irresistiblemente elástico del alma, una medición inexacta de los alcances de la flexibilidad de la lengua, y con ella, del pensamiento, de la dominación y de la resistencia. Esta vez la suerte me llevó a Bruselas, donde la neurosis podría resultar ligeramente duplicada: todo es bilingüe, y las instituciones que financian las culturas francófona y flamenca son muy distintas, por lo cual cada acto lingüístico ofrece (en su traducción) todos los matices de la grieta. Me refiero a todas las grietas.

Al terminar una función intentamos una discusión con el público. La moderación –finísima y elegante– parecía más propia de una hecatombe en la ONU que de simple teatro. Como había que traducirme al francés y al neerlandés simultáneamente, pero el festival es internacional y el inglés es obligatorio (al menos en estas últimas horas del Brexit, que por cierto es una palabra de la que ninguna lengua puede dar traducción ingeniosa), llegamos a la paradoja de preguntar en francés si alguien necesitaba traducción al inglés o al neerlandés de mis respuestas en castellano. Obviamente, quienes la necesitaban no sabían qué les estaban preguntando.

Así es un poco con todo. Y lo más curioso es cómo esto empieza a no ser muy relevante. La percepción de los matices, de aquello que queda “entre” las palabras y no en ellas, comienza a disolverse en una masa sonora que excluye casi todas las operaciones brutales de la lengua: la conversación es así más educada, más asertiva, más autoevidente. En estas circunstancias de amalgama se habla para verificar algo que ya se sabía y no para introducir conceptos nuevos. Mi pieza –en manos de unos belgas extraordinarios– vino a hacer el justo ruido.

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Por las noches, en Bruselas, siempre sueño raro. Escindido o fastidiado de la incompletitud de las palabras, el cerebro se presta a jugarretas inconscientes y traza argumentos de pesadilla y de liberación.