A Flavia, mi mujer, se le ocurrió estudiar italiano online. Empezó con el Duolingo, un método muy elemental y muy simpático, y siguió por el Babbel, que es un poco más profesional pero solo ofrece cursos para principiantes. Pero empezó a leer en italiano, a conectarse con una red de sitios web que difunden la lingua del Dante, y hasta empezó a escribir sus diarios en italiano. Yo asistí un poco pasmado a lo que promete ser un camino sin retorno y hasta me obliga a estudiar un poco a mí para poder darle charla en las comidas, donde se niega a hablarme en castellano.
La italianización de Flavia no podía eludir el nombre Jhumpa Lahiri, un personaje habitual de nuestras reflexiones. Hija de padres bengalíes, Lahiri nació en Londres en 1967 y se educó en los Estados Unidos, donde aprendió a leer y escribir mientras en su casa seguía hablando bengalí. Excelente estudiante, con el tiempo se transformó también en escritora. Publicó en el New Yorker y su primera colección de relatos, Intérprete de emociones, cuyos personajes son inmigrantes indios, apareció en 1999 y ganó un premio Pulitzer. A partir de allí, hizo una carrera típica de los escritores americanos exitosos: publicación periódica, buenas ventas, adaptaciones al cine, premios, cátedras de escritura creativa en las universidades.
En 1994, Lahiri había viajado como turista a Florencia. Allí sufrió un hechizo, un encantamiento con el italiano, que empezó a estudiar obsesivamente mientras se desarrollaba su carrera. El enamoramiento escaló hasta que en 2004 se mudó con su marido y sus hijos a Roma y decidió escribir exclusivamente en italiano. Las razones de esta decisión, así como las enormes dificultades que tuvo (y sigue teniendo) en el aprendizaje de su nueva lengua están expuestas en In altre parole (2015) que Salamandra tradujo al castellano en 2019. Es un libro muy atractivo por lo extraño de la historia y también por el estilo de la escritora, una productora incesante de metáforas. Empieza con una historia en la que cruza nadando un lago en el que no se atrevía a alejarse de la costa. A diferencia de otros escritores que se pasaron a otra lengua (Lahiri menciona a los clásicos: Conrad, Beckett, Nabokov) pero la hablaban fluidamente, el suyo es un desembarco completo que se acerca al de Agota Kristof, húngara que migró a un francés que odiaba por la necesidad de tener lectores. Lahiri, en cambio, pasó por amor de una lengua mayoritaria a una mucho menos hablada, publicada y traducida, una lengua en la que nunca se sintió como en su casa. Pero es justamente esta extrañeza lo que le permitió, según cuenta, reinventarse y pasar de un inglés que le resultaba fácil pero que la perturbaba de algún modo a un italiano que no se le da naturalmente pero en el que los problemas la iluminan y la ayudan a profundizar en la escritura.
Vale la pena leer lo que cuenta Lahiri sobre su extraña deriva, que recuerda un poco a la de Wakefield, el personaje de Hawthorne que se va a vivir a un universo paralelo al de su cotidianeidad. Pero el cambio de identidad lingüística hace pensar también en una vida trans, en la necesidad de reinventarse como otro en un territorio tan íntimo como el del género que es el de la lengua. Tal vez este sea el principio de la transliteratura. Veremos qué pasa con Flavia.