La relación de la poesía con la materialidad de las cosas quizá sea tan vieja como la propia poesía y la misma materialidad. Un momento central en esa historia es la obra de Francis Ponge. El poeta francés se sitúa de parte de las cosas, sus temas son los objetos, los fenómenos de la naturaleza, la posibilidad de describir físicamente los materiales cotidianos. Ese acto implica ante todo una interpretación, que en Ponge funciona siempre por sustracción: la frase debe evitar toda tentación romántica, toda imagen simbolista, todo juicio moral. Volver al lenguaje cosa (piedra, árbol, lluvia) es la clave del proyecto, inalcanzable por supuesto, y es entonces en esa tensión entre el poema y la expresión, en esa inadecuación entre las palabras y las cosas, donde se despliega el talento de Ponge.
Ultimamente aparecieron dos libros –muy diferentes entre sí, y muy diferentes de Ponge– pero que, a su manera, retoman la idea de poner a las cosas en el centro del lenguaje poético. Uno es Epígrafes para la lectura de un diario, de Valerio Magrelli, traducido por Guillermo Piro, publicado por la editorial Bajo la Luna en una bella edición bilingüe. Magrelli nació en Roma en 1957, y su obra ha sido parcialmente traducida al castellano, como ocurre con Ora Serrata Retinae, publicada por la editorial española Visor (de paso, habría que convencer a alguna editorial independiente para que publique Nel condominio di carne, su única novela, una magnífica narración sobre la corporeidad de la enfermedad). En Ora Serrata, escrito en 1980, la reflexión sobre los objetos se instala todavía bajo el paraguas de una interrogación sobre el estatuto de la experiencia: “A veces me descubro en el silencio/ de las cosas que me rodean,/ objeto entre los objetos,/ poblado de objetos”. Pero en Epígrafes, de 1999, da un salto sin red: el libro es una exhaustiva investigación poética sobre el lenguaje de los diarios, de los periódicos: poemas sobre los epígrafes, los titulares, los géneros periodísticos (crónica, reportaje, viñeta), las distintas secciones (deportes, humor, carta de lectores, horóscopo) e incluso hasta sobre las publicidades. Nada escapa al escarpelo de Magrelli, en un tono que oscila entre la ironía (“Meteorología. El eterno retorno del anticiclón/ y el área de baja presión”), la precisión (“Imagen del día. Siempre hay un muchacho con la sangre/ de plata y encaje/ petrificado como los siervos “[…]/ Jeringa alquímica,/ albedo, heroína/ –la vela y la cucharita agujereada/ para la transmutación de la muerte/ en muerte”) y el malestar (“Publicidad. Autos, novelas,/ es todo un arder/ promocional”).
Finalmente, Magrelli viene a decirnos que no hay materialidad de las cosas sino en los discursos, que no hay un afuera del discurso.
El otro libro en cuestión es Las cuatro estaciones, de Arturo Carrera, que acaba de publicar la editorial Mansalva. La obra de Carrera es vasta (con picos altos, como sus libros publicados entre mediados de los 80 y mediados de los 90) y no necesariamente se inscribe en esta línea en que los objetos tienen un lugar central. De hecho, en Las cuatro estaciones, como en sus tres o cuatros libros anteriores, el tema recurrente es la memoria, los recuerdos, el trabajo sobre su infancia, la autobiografía. Sin embargo, hay un poema breve (más raro aún: lo propio de Carrera es el poema largo, la extensión), un texto corto y perfecto, llamado Otro ramal, que apunta en la dirección de los objetos: “La forma es nuestra alegría./ Una respiración casi secreta/ si no desconocida./ Una estación abandonada/ nos desmiente// Vías intactas bajo la deslumbrante maleza”. Y de repente el poema nos trae la felicidad y la evocación pero en su faceta material: el puente con la memoria son “las vías intactas”. Por esas vías pasa el recuerdo mitificado de la infancia, de los años 50, el peronismo, los trenes de carga, un país que progresa: una promesa incumplida. O que sólo se cumple en forma de literatura, como poema.