En la primera noche de las cacerolas, cuando un millar de personas comenzó a cortar el tránsito en Santa Fe y Callao, los automovilistas intentaron febrilmente adelantarse al piquete. Un colectivo de la línea 37 rozó a un taxi, cuyo conductor se bajó enfurecido y se lanzó sobre él a gritos y patadas. Dos chicos del barrio que corrían de un lado a otro en un frenesí de excitación le ofrecieron un palo. El taxista lo aceptó y destruyó los faroles del colectivo.
Huyendo, el chofer aceleró justo cuando una viejita cruzaba; ante el horror de los que mirábamos, cayó al suelo. El chofer no la vio e intentó seguir adelante, pero la multitud comenzó a gritarle y a frenar el coche con las manos, mientras algunos levantaban a la mujer y la arrastraban hacia la esquina. Quienes interpretaron que el chofer había intentado pisarla comenzaron a sacudir el coche y a aporrear la puerta para abrirse paso hacia el linchamiento. Otros se interpusieron y, al fin, los calmaron. Entonces alguien arrojó una botella contra una ventanilla, la rompió en mil pedazos y por poco no acertó en la cabeza de un pasajero. Un joven corrió al agresor entre los autos para… ¿realizar un arresto ciudadano?
Dos horas más tarde, estos mismos “caceroleros” chocaban en Avenida de Mayo con el pequeño grupo de militantes de izquierda y de piqueteros aliados al Gobierno (200 en su momento de mayor número). Si no hubo mayor violencia no fue tanto por la barrera de fotógrafos sudorosos que se interponía entre unos y otros, sino porque algunos manifestantes de ambos lados –hasta que llegó Luis D’Elía– frenaban o directamente separaban a los iracundos. La Policía, o mejor dicho, un grupo de policías, miraba, o mejor dicho, no miraba la escena a la vuelta de la esquina.
Al día siguiente, la TV mostró cómo chacareros y camioneros administraban la seguridad y el destino de los atrapados en los piquetes del interior. Una joven sufrió un shock alérgico; los chacareros la llevaron hasta un hospital, donde le inyectaron decadrón para salvarle la vida, y, en un autoasignado rol de carceleros, la devolvieron a su asiento del micro.
Estas escenas, multiplicadas en muchísimas otras, exhibieron mejor que nada la ausencia de una gestión política –del Estado o la oposición– en el conflicto abierto por el paro agropecuario: las fuerzas desatadas fueron libradas, por un rato, a una presunta “autogestión”.
La ilusión de una interacción social “no política” –asumida como un valor positivo por la mayoría de la opinión pública nacional– es el resultado de la acumulación sucesiva del terrorismo de Estado, los desengaños de los gobiernos democráticos y la indiferencia y la incompetencia de la clase política que desembocó en la crisis de 2001, cuando los “caceroleros” entraron en acción por primera vez. Ahora, sus cacerolas no llaman a la guerra contra la política, porque ésta ha abdicado ya, sino que se proclaman guardianes de la “no política”. Pero ¿qué otra cosa están haciendo, sino política, al llenar las calles contra el Gobierno?
Los que sacudían cacerolas, en Capital Federal y otras ciudades nítidamente opositoras como Córdoba, eran, en su gran mayoría, aquellos que votaron en contra de Cristina Kirchner en las últimas elecciones. Se trata de una fuerza conservadora irritada especialmente con la Presidenta (“¡Hija de puta!” y “Para Cristina que lo mira por TV” eran las consignas más cantadas en Santa Fe y Callao; “¡Que labure!”, en Avenida de Mayo, en marchas por lo demás sin consignas) y, en general, con el peronismo.
Los dirigentes que pretenden representar a esta fuerza cortejan de forma oportunista una concepción “apolítica” en realidad incompatible con su propia existencia. Para ellos, es mejor que el enfrentamiento ocurra entre “la gente” y “los piqueteros” o el Gobierno. Por eso, Lilita Carrió hablaba con los periodistas desde la filosofía (¿por qué no había una columna de la Coalición Cívica en las calles?) y Mauricio Macri repetía que él sólo está para administrar, no para “hacer política”. Sólo un solitario grupo de la Corriente Clasista y Combativa que pedía la “reforma agraria” pretendió –para desconcierto general– dar un contenido a la protesta urbana.
Negándose a aceptar –como es su costumbre y, en términos generales, la del peronismo– su rol de Estado frente a una insurgencia de la sociedad civil, primero en el campo y luego en la ciudad, el Gobierno trató de forzar lo contrario: la politización del conflicto en términos de bando; o, como dijo la Presidenta en su discurso de Parque Norte, el “sinceramiento” de las posiciones y los intereses.
El verdadero papel de su fuerza de choque, al mando de D’Elía, no era tanto amedrentar a los “caceroleros” como forzar la polarización ideológica, exigiéndoles que adoptaran una identidad y una bandera. Con esta operación y con el abandono de algunas funciones básicas de Estado a lo largo del muy largo paro agropecuario, el Gobierno abrazó el poco agraciado papel que esa porción social opositora le atribuye: el de una facción en permanente pie de guerra.