Empecemos este viaje en el norte: Indiana, Estados Unidos, 1973, donde transcurre Desayuno de campeones, de Kurt Vonnegut, que se acaba de reeditar en castellano. Ese año, Quino dejó de publicar Mafalda. Era hacia el final de la era de las utopías, y los lectores se imaginaban un mundo sin guerras, sin hambre, sin injusticia social, sin imbecilidades totalitarias, hasta sin escuelas. En la página 151 de Desayuno de campeones, se lee que Patty Keene, camarera de un local de hamburguesas, se disculpa por no emplear la palabra correcta con un cliente. Dice Vonnegut: “En la escuela, siempre la alentaban a disculparse. La mayor parte de la gente blanca de Midland City era insegura al hablar. (...) Eso era porque sus profesores de Lengua hacían muecas de disgusto, se tapaban las orejas, los reprobaban, etcétera, cuando no hablaban como aristócratas ingleses anteriores a la Primera Guerra Mundial”.
Si Vonnegut advertía al pasar sobre el daño que podía provocar la escuela, Ivan Illich, ex sacerdote católico nacido en Viena en 1926 y refugiado en su heterodoxo centro de estudios de Cuernavaca, México, publicaba dos años antes La sociedad desescolarizada. Más allá de divisiones políticas, ideológicas y morales, la idea del aprendizaje se había cristalizado (y lo haría aun más desde entonces) en una demanda de más educación obligatoria y una asignación creciente de recursos a las instituciones compulsivas que la sostienen. Illich propone ir en la dirección contraria, y considera el sistema educativo una iglesia funesta de la que el Estado debe desprenderse en lugar de estar al servicio de su infinita voracidad. Los argumentos de Illich son fascinantes porque muestran que hace cuarenta años todavía se podía tomar distancia de la uniformidad de creencias y la desigualdad de resultados que la sociedad impone en sus ciudadanos mediante el sistema escolar, y hasta se podía impugnar la idea misma de la niñez en la que se basa la maquinaria infernal de la educación.
Ahora avancemos en el tiempo y bajemos en el mapa hacia el sur. Nos detenemos en La Paz, en 2012, cuando el poeta Christian Vera (n. 1977) publica Click, su primera novela, en la que un profesor de literatura se propone volar el colegio en el que enseña. Hijo de una profesora, habitante desde el nacimiento del establecimiento, el protagonista –que compensa su magro salario vendiéndoles a los alumnos drogas para que puedan aprobar los exámenes– es el vehículo perfecto para describir a qué ha llevado la derrota de las ideas de Illich en un enclave del Tercer Mundo: a convertir la escuela en un aguantadero, en una fuente de violencia, de intolerancia y de resentimiento. Aunque Click es un libro pleno de humor, más cercano a Vonnegut que a Illich, Vera le da toda la razón al austríaco-mexicano: el camino de la escuela sólo conduce a su propia degradación. “Esto es lo que ha conseguido el colegio en todos estos años de esfuerzo: la sordera. Todos los alumnos tienen mínimas capacidades de atención, están hartos de todas esas motivaciones escolares que los infantilizan o que subestiman su inteligencia”.
Y ahora, concluyamos el viaje en el presente, en la Provincia de Buenos Aires. Le pido al lector que piense en Roberto Baradel, líder sindical de los educadores de la provincia, uno de los individuos más zafios y prepotentes que se pueda encontrar en una pantalla de televisión (y eso que hay competencia). Si ese hombre es capaz de conducir a los profesionales de la educación de acuerdo con las instrucciones que recibe en la Casa Rosada, es porque la escuela se ha transformado en un mal chiste.