Hace tres meses escribía en este diario una nota sobre las perspectivas del segundo semestre, en la cual mencionaba que el Gobierno había fijado demasiado alta la vara de las expectativas sobre la performance económica de la segunda mitad de 2016. En ese momento, las autoridades esperaban una desaceleración drástica de la inflación (1% promedio mensual) y una pronta recuperación del nivel de actividad.
Cerrando julio, el primer mes del segundo semestre, se observa que el nivel de actividad sigue frío mientras que el termómetro de los precios sigue caliente. Reconociendo una realidad más compleja, el Gobierno viene corrigiendo sus pronósticos “optimistas”: ahora habla de una recuperación para fines de año y que la inflación se ubicará en 1,5% mensual en el cuatro trimestre.
Más importante aún: entendiendo que incluso con una inversión privada pujante (que aún no muestra señales de despegue) no alcanza para dinamizar la economía argentina, ha decidido modificar la política económica en pos de apuntalar el nivel de actividad vía obra pública, aumento del gasto en jubilaciones, reducción de impuestos a los sectores vulnerables (reducción del IVA a hogares de bajos recursos y pymes) y una política monetaria algo más laxa.
Estas medidas, junto con la recuperación de la rentabilidad en sectores importantes como la agroindustria, alcanzan para estabilizar el nivel de actividad hacia fines de 2016. Más aún, si el mundo acompaña (la región se estabiliza y el financiamiento a emergentes continúa fluyendo), es probable que el año entrante Argentina crezca en torno de 3%, recuperando el terreno perdido en términos de PBI per cápita.
Paradójicamente, el plan para recuperar el crecimiento de cara a las cruciales elecciones legislativas de 2017, implica inclumplir con las metas fiscales y de inflación planteadas por el Ministerio de Hacienda y Finanzas, y el BCRA, respectivamente.
Incluso suponiendo un blanqueo exitoso que aporte valiosos recursos (ingresos fiscales y financiamiento barato), es muy difícil que el sector público cumpla en 2017 la meta de lograr un déficit primario de 3,3% del PBI. Este año el rojo primario cerrará cerca del tope de 4,8% del PBI, por lo que cumplir la meta en 2017 exige reducir el déficit en más 1 p.p. del producto. El problema es que en el mejor de los casos la economía crecerá en torno del 3% generando una acotada expansión de la recaudación en términos reales, mientras que el desafío de las elecciones legislativas fuerza mayores erogaciones por parte del sector público.
Más aún, el año entrante hay fuertes gastos comprometidos, como el pleno impacto de la reparación histórica a jubilados y la ejecución de diversos planes de obra pública e infraestructura. Asimismo, hay varios compromisos que implican menores ingresos para el gobierno nacional. Los más importantes son: devolución de otros 3 p.p. de la coparticipación a las provincias, la reforma de escalas de ganancias a la cuarta categoría y posibles reducciones de otros impuestos (bienes personales y baja de 5 p.p. de las retenciones al complejo sojero).
A priori, cumplir con la meta de inflación dispuesta por el BCRA para 2017 luce tan complicado o más que lograr un déficit primario de sólo 3,3% del PBI el año entrante.
En su programa monetario, el Central estipuló un rango anual de inflación del 12%-17% para 2017, pero este año la inflación cerrará en torno del 40%, lo que implica que la meta exige una notable reducción de la suba de precios (tienen que trepar menos de la mitad que en 2016).
En primer lugar, esto luce muy improbable porque el proceso inflacionario tiene un elevado componente inercial que hace que la suba de precios (si no hay cambios significativos de precios relativos, como ocurrió este año y en 2014) trepe a una velocidad crucero de por lo menos 2% mensual. Y hasta el momento el equipo económico no ha implementado políticas de ingreso para coordinar decisiones de precios y salarios, por lo que la tarea de reducir las expectativas y la inflación recae exclusivamente en el BCRA.
Pero incluso si el Gobierno decide no corregir en 2017 el atraso tarifario y cambiario existente (podría profundizarlos si vuelve a imperar la lógica electoral del último mandato presidencial de Cristina Fernández de Kirchner), es poco probable que se logre una inflación anual del 17% ya que el año que viene los salarios van a trepar fuerte nominalmente. Salvo que antes que termine 2016 haya una reapertura de paritarias, los salarios van a cerrar el año muy por debajo de la suba de precios, lo que potencia los reclamos por recuperar el terreno cedido en 2017. La tendencia a la unificación de la CGT, cierta recuperación de la actividad y el calendario electoral hacen muy difícil moderar los incrementos nominales de salarios. Y como el BCRA no puede hacer mucho para moderar la puja distributiva, las metas de inflación que trazó probablemente no se cumplan, haciéndole perder credibilidad y, por ende, influencia sobre las expectativas inflacionarias.
En conclusión, es posible una recuperación de la economía en 2017 pero ésta será acotada (no se prevé una expansión significativa de la industria ni de aquellos sectores transables poco competitivos) y con escasa generación de empleo, con la excepción del sector de la construcción.
Más aún: dado que seguirán existiendo desequilibrios macroeconómicos de magnitud (atraso cambiario y tarifario con inflación elevada, elevado déficit fiscal y creciente déficit de cuenta corriente, que requiere cada vez más endeudamiento externo), cabe preguntarse si el repunte de la actividad en 2017 será coyuntural. Hacia fines de 2011 la economía argentina ingresó en un escenario de estanflación con leve expansión de la actividad y cierto descenso de la inflación en los años electorales (impares). Mientras que en los años pares (sin comicios) se registró aceleración de la inflación y recesión.
¿Podrá romperse en 2018 la racha recesiva de los últimos tres años pares? Para dejar atrás “la maldición de los años pares” se necesita apuntalar la inversión real, corregir precios relativos y morigerar la inflación. Lamentablemente, producto de la pesada herencia recibida, la única salida a este laberinto es la correcta implementación de un plan económico consistente y secuencial que tenga en cuenta todas las interacciones de la economía argentina. Nadie duda del profesionalismo del equipo económico, pero la ausencia de un ministro de Economía que vele por la integridad del programa hace que se pierda la potencialidad de las individuales.
*Economista jefe de Ecolatina.