La agenda periodística avanza irremediablemente. Entonces, usted y yo, volvemos a tomar conciencia de que los días de hablar masivamente de la falta de política deportiva no sólo pasan rápidamente, sino que no son mucho más que cinco o seis semanas cada cuatro años. Fuera de ese período, son sólo comentarios, denuncias o falsas excusas aisladas que, por lo general, ni rozan los grandes medios que se cuelgan de las pocas medallas de nuestra delegación olímpica y poco se comprometen a prestarle atención al camino que llevó al éxito de pocos y al fracaso de muchos en Beijing 2008.
Queda claro que el último culpable en la cadena del disparate es el deportista. Durante un tiempo, estuve convencido de que el atleta era responsable de la decisión de viajar a un Juego a “hacer turismo” (léase: a salir 55º sobre 57 participantes). Sin embargo, habiendo espiado un poco más el camino que los mejores y los peores recorren en busca de un lugar en el avión, respeto el esfuerzo que hacen durante toda una vida soñando con poco más que ocupar una cama en la Villa Olímpica. Y entiendo que les pedía un renunciamiento del cual yo mismo no sería capaz. Sí los culpo por la no denuncia. Creo que sólo los deportistas y su reclamo pueden revertir el triste camino de un deporte sin apoyo digno, sin estrategias de inversión y con mucha corruptela de un nivel de miserabilidad comparable con el del ratero que aprovecha el drama de viajar en tren para afanarse un kiosco.
Como ni vivo en un frasco, ni considero humillante aprender a encontrar los auténticos responsables de la crisis, entiendo que un esquiador se banque terminar detrás de un puertorriqueño –donde no hay ni nieve ni montañas– con tal de cumplir su sueño olímpico. Al fin y al cabo, él, ustedes y yo vivimos en el país de la transgresión trágica –Cabezas, Embajada, AMIA, Cromañón…–, por cuanto ésta de viajar sin posibilidades serias de participar, es una licencia menor y, seguramente, naïf.
Como sea, aún cuando las Eliminatorias, las denuncias de un barra de River con oportunísimo seudónimo de insecto o los vaivenes de un fútbol doméstico con problemas estructurales cada vez más parecidos a los del remo, el judo o el bowling argentinos –aunque con un poquito más de convocatoria y de presupuesto, claro– me pasen por arriba, creo en la necesidad de mantener viva la atención del gran público respecto de la crisis histórica de nuestro deporte.
No será ésta la primera vez que me leerán asegurando que nuestro deporte no es una catástrofe sino un milagro. Basta leer cualquier diario de los últimos cincuenta años para entender porqué tener campeones mundiales en el deporte no es correspondiente con un país que jamás tendría “campeones mundiales” entre los dirigentes y sus performances en economía, salud, educación u honradez. Sin embargo, estamos llenos de campeones mundiales. Tal vez, en muy pocas horas escucharemos hablar de las medallas de los atletas paralímpicos y, probablemente, a partir de sus conquistas nos enteraremos de que, para estos chicos y chicas, resulta más fácil batir un récord mundial –100 m espalda de Guillermo Marro, por ejemplo– que subirse a un tren o llegar a un aula para estudiar.
Lo del milagro le cabe no sólo a los deportes con menos recursos, sino también a aquellos que son inevitablemente profesionales, como el tenis. Este es un caso emblemático de un deporte cuyos mejores productos son, sin excepciones, consecuencia de esfuerzos particulares. Existe un plan de desarrollo oficial y sabemos que varios presupuestos estatales –nacionales y provinciales– destinan dinero a pagar programas de entrenamiento o clínicas que nadie podrá justificar seriamente. Pero la influencia seria del “Estado” tenístico (AAT) o del “Estado” político no pasa más allá de algún pasaje para algún torneo o de la buena intención por parte de entrenadores muy prestigiosos que trabajan dentro de esa órbita. Hoy, la Asociación Argentina de Tenis acaba de iniciar un programa liderado por Tito Vázquez, uno de los hombres que más sabe de este deporte en la Argentina (no tengo idea quién sabe más, pero no quiero herir susceptibilidades). Una gran idea a la cual, hay que dejar rodar.
Dentro de este esquema, nuestro tenis sigue siendo una fábrica de fenómenos. Mientras nos seguimos preguntando si habrá algo más de Gaudio y de Coria, mientras disfrutamos de la madurez de la generación de Cañas, Calleri y compañía, mientras Pico Mónaco atraviesa un año de transición sin haber llegado aún a su plenitud y mientras nos seguimos ilusionando con que el fenomenal talento de Nalbandian tenga algo más de continuidad, ya llegó Juan Martín del Potro.
Lo del tandilense es excepcional en lo estadístico y soberbio en lo deportivo. Los números ayudan a la elocuencia, pero creo que lo que más me asombró de su explosión fue la fortaleza mental que expuso para superarse a sí mismo. Juan tuvo varios momentos para rendirse o para asumir que ya había dado demasiado, y no lo hizo. No existen antecedentes de que un adolescente haya ganado su primer torneo oficial y, de inmediato, otros tres, casi sin perder un set. Pasó del polvo de ladrillo –no es su superficie favorita– al cemento sin sufrir daños y nos regaló el mejor Grand Slam del año, aun perdiendo en un fenomenal partido con Murray. Ese partido fue el símbolo de lo que es, hoy, Juan Martín. El escocés supo jugarle mejor que nadie no sólo al estilo Del Potro, sino especialmente al desgaste que sabía que el tandilense arrastraba. Sin embargo, el argentino lo tuvo en jaque hasta quedar cerca de llevar la historia a un quinto set. En ese partido más que en ningún otro, Del Potro tenía mil motivos para tirar la toalla –2 sets a 0 abajo, molestia en la rodilla izquierda, mucho calor y un rival ladino– y terminó ofreciendo la mejor muestra de eso que, desde el lugar común, se llama “vender cara la derrota”.
Somos muy afortunados los hinchas del deporte argentino. Pese a la inoperancia dirigencial, a la falta de criterio para distribuir los flacos recursos o a la falta de imaginación o decoro para aprovechar los beneficios que generan deportes rentables –recordemos que hace casi una década que nuestro tenis tiene semi privatizado su sector de alta competencia–, los vientres de nuestras madres se resisten a dejar de parir talentos deportivos.
La mamá de Juan Martín del Potro es una de ellas.