“El brazo de Jacinto, tremendo como una oración, pasó de largo, lejos, inútil. Y todos los sonidos cesaron de golpe.”
De Negro Ortega, en Cuentos crueles (1966); Abelardo Castillo (1935).
La sintió clavarse justo entre los ojos, certera, devastadora: la mirada de hielo de Carlos Monzón. Nino Benvenuti, el ídolo de Italia, comenzó a derrumbarse en ese mismo instante, un día antes de la pelea, durante la ceremonia del pesaje. Y todavía faltaba lo peor: la derecha salvaje, esa bala asesina.
El campeón mundial era un galán de cine y había llegado mano en alto, envuelto en flashes, sonriente, seguro. Le había pedido a su promotor una defensa fácil porque tenía dos proyectos por delante: hacer una nueva y millonaria defensa en Estados Unidos contra Emile Griffith y filmar otro spaghetti western en Cinecittá, junto a Giuliano Gemma. Vivo, o preferiblemente muerto, había sido un éxito y ya tenían preparada una segunda aventura de los cowboys Monty y Ted Mulligan. Había mucho para facturar y Nino estaba eufórico. Por eso lo hizo. Se arrepentiría muy pronto de aquel gestito canchero.
—¡Ciao, Carlo…! –lo saludó con una palmadita en las nalgas. Monzón giró, como conectado a un cable pelado.
—Te voy a matar –contestó, con escalofriante seguridad. Y Nino le creyó. Lo supo todo el tiempo, hasta el feroz escopetazo del round 12. Sucedió el sábado 7 de noviembre de 1970. Un día como hoy, hace cuarenta años.
Debe ser muy perturbadora la sensación de miedo infinito en el cuerpo y en el alma de un boxeador de 32 años, tres veces campeón mundial y oro olímpico en Roma 1960, como el gran Cassius Clay. Para la revancha, cinco meses más tarde, en Montecarlo, Benvenuti pretendió cargarse de odio. Para eso empapeló las paredes de su casa con fotos del maldito Monzón y se entrenó como nunca. Fue inútil. La nueva paliza duró tres rounds pero ningún golpe le dolió tanto como la certeza de su pánico. Admirado por la fuerza interior de ese indio sudamericano, resignado frente al abismo que los separaba, Nino se hizo amigo de su verdugo. Hasta la muerte, lo fue. A veces pasan esas cosas entre los más duros.
Monzón parecía la “palomita” ideal para el campeón. Así se los llaman en la jerga boxística. Un muerto. Una defensa fácil, de esas que no llegan a ser papelones como las de ahora, pero que lejos están de ser un riesgo para el caballo del comisario. Lectoure lo había propuesto a la AMB, seguro de que su récord no iba a preocupar a un tipo como Benvenuti. No lo hizo: Bennie Briscoe, una máquina de tirar golpes sin imaginación, le había arrancado un triste empate de visitante y, salvo a un tal Doug Huntley, ni siquiera había noqueado a los otros americanos baratos que le trajeron al Luna. Encima, su estilo no ayudaba. No tenía mano de nocaut, era desgarbado, largo, demasiado frío y nunca, ni siquiera contra Briscoe, fue capaz de llenar la tribuna popular. Nino lo aprobó y Monzón, ese mediocre, fue la víctima elegida. Craso error, muchachos.
Ofrecieron 15 mil dólares de bolsa y desde Buenos Aires dijeron que sí, claro, por supuesto, cómo no, vamos para Roma nomás. Ni una nota le hicieron en Ezeiza antes de subir al avión. No había casi periodistas, mucho menos simpatizantes. En Monzón sólo confiaban dos personas: Tito Lectoure –que acaso tenía la misma intuición que guió a Brian Epstein hacia aquellos cuatro jovencitos que tocaban en The Cavern, en Liverpool– y Amílcar Brusa, su titiritero, el hombre al que obedecía ciegamente, el único que siempre supo cómo manejarlo. Nadie más.
Jab, jab, jab. Benvenuti, guardia cerrada para cubrirse de esa izquierda martirizante que chocaba contra su cabeza como un pistón, lo espiaba desde lejos sin poder conectarlo nunca. Con un simple paso hacia atrás, o recostando su 1,82 por sobre las cuerdas, Monzón lo dejaba fuera de foco, en ridículo. Los rounds pasaban y la cosa se ponía cada vez peor para Nino, que era vapuleado como un novato. Así, hasta el duodécimo.
Monzón, con la izquierda, preparaba el camino para su derecha, el arma mortal. Benvenuti, ya destartalado, se bamboleaba, giraba, huía casi; corría por el ring y se amarraba cuando podía. Un ganchito de derecha enderezó la nave y envió al pobre Nino hacia su propio rincón. Allí fue ejecutado sin piedad. Lo midió con la zurda y el escopetazo salió seco, brutal, a la quijada. The end. Uno, brazos en alto, sacando pecho; el otro doblado, en posición fetal. Nocaut. Dura lex.
A partir de esa fecha mágica, Monzón fue indiscutible. Un ganador. Un producto ideal para este tiempo, aunque no tanto para aquella Argentina naif, empecinada en amar a héroes imperfectos, demasiado humanos. Perdedores excesivos que lo dejaban todo como Gatica, Bonavena, Guevara, Saldaño, o aquel estrafalario apóstol de la no violencia, Nicolino Locche, el boxeador de las madres y las novias.
Monzón fue celebrado por infalible. Pero cuando cayó por fin, lejos del ring y las luces, los que le gritaban “¡matalo, matalo!” lo mataron sin culpa. El campeón intocable se esfumó después de una noche de furia y alcohol en Mar del Plata junto a Alicia Muñiz, su última mujer. Entonces fue asesino y convicto. Murió estúpidamente a los 52, en la ruta, quebrado por el sueño, el vino o la culpa. O por todo eso.
Carlos Monzón, el ícono, no fue amado ni se dejó amar. Un detalle que en nada dificultó su irrefrenable camino a la gloria, ese territorio agridulce que finalmente terminó destruyéndolo. Amor-odio, arriba-abajo, vida-muerte. La misma moneda girando en el aire, compatriotas.
Esas paradojas, tan argentinas.