El fútbol es escenario recurrente de escenas de violencia física y verbal por lo que la recurrencia misma de los episodios, es decir su repetición, debería hacer que cualquier análisis ingrese en otra zona que vaya más allá de hablar que se trata simplemente de lo que “unos pocos” hacen, de unos pocos inadaptados.
En primer lugar, una simple suma debería hacer pensar un poco lo contrario. Si hay quinientos barras por equipo, entre liderazgos y fracciones inferiores, en primera división habría entonces algo así como diez mil “pocos violentos”, a los que podemos sumar otros diez mil del Nacional B y así hasta llegar a donde se quiera. O sea que son bastantes.
La clave aquí no sería tampoco la cantidad justa de ellos, sino que de ellos hay en todos los estadios. En todos los equipos hay barras, en todas las canchas hay algún episodio de violencia entre ellos y la policía, en todos los equipos sus hinchadas tienen algún muerto, que a su vez adquiere el formato de mártir. Y todo esto tampoco se detiene en ellos, sino que se extiende y legitima al resto de las tribunas, haciendo del espectáculo lo peor de lo peor.
Los árbitros deben parar los partidos por cantos xenófobos contra Boca o antisemitas contra Atlanta. Las tribunas de Boca, todas ellas, incluyendo populares y plateas, corean que hay que “matar una gallina y a Racing el tercero”, basado en hechos reales. River tiene otra que dice “Yo soy así, a River yo lo quiero, vamo a matar a todos los bosteros” haciendo llegar la fiesta al éxtasis máximo.
En todo esto que repasamos hay violencia explícita, concreta y, allí reside su especificidad al mismo tiempo que su nulo nivel de diferenciación de prácticas entre las mismas barras. Si le sacamos los colores, ¿podemos descubrir cuál es la de Boca o la de Independiente?
Uno de los logros más atractivos de la evolución de la sociedad moderna tiene que ver con haber logrado reemplazar al uso concreto de la violencia por la amenaza de su uso. Es decir, el ingreso del símbolo como factor ordenador. El poder es un símbolo que condensa enorme cantidad de sentido, lo mismo que el dinero. No hace falta que explique en cada transacción comercial que eso que doy es un billete de curso legal y que tiene por detrás al Estado Argentino. Todo eso ya está condensado en ese papelito y la comunicación se ahorra tiempo. El poder es lo mismo y quien lo ejerce lo comprueba todo el tiempo. Un jefe no tiene que explicarles a sus empleados a las piñas que él es el jefe y que lo que le pide que hagan es porque se encuentran en una organización. El poder consta de que a una propuesta de orden el otro diga que “sí” y que la cumpla como si fuera idea propia. Además, estos símbolos tienen igual capacidad de funcionamiento en contextos cambiantes y frente a diferentes individuos. Es decir, es un símbolo aplicable “por todos lados”.
El fútbol como evento social tiene mucho de simbólico, pero en estado básico. La clave es la masa, no los individuos y sus contextos cambiantes. Las barras son siempre lo mismo, tienen jefes, pero ya es bastante claro que sea quien las comande, las prácticas siguen siendo las mismas y entre todas y de diferentes equipos, producen los mismos resultados. Hay bajo nivel de diferenciación entre y dentro de ellas. Usan las mismas canciones, banderas que dicen cosas parecidas, bombos con inscripciones, llegan todos juntos, amenazan a los de enfrente, se aprietan en micros, tiran cosas al campo de juego, escupen y se pelean. Los barras son intercambiables, son pura masa. En este estado de cosas no puede primar otro recurso que la violencia explícita sin organicidad, no hay lugar para el símbolo. O por lo menos no hay tanta complejidad interna como para recurrir a su uso. Los conflictos de jefatura son un ejemplo de lo inorgánicos que son.
No son unos pocos, son otros tantos cuya sociabilidad pasa por canales diferentes y a los cuales es preciso distinguir. En sus valores reside la importancia de la pelea para hacerse lugar en su mundo, la amenaza no existe, sólo la realidad.
*Sociólogo. Director de Ipsos Mora y Araujo.