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La mendicidad telefónica

La mendicidad vuelve a tocar a mi puerta. Todas las noches, con el frío, pasan los vecinos habituales pidiendo ropa, plata, comida. Más mujeres que hombres.

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La mendicidad vuelve a tocar a mi puerta. Todas las noches, con el frío, pasan los vecinos habituales pidiendo ropa, plata, comida. Más mujeres que hombres. A veces son bomberos, basureros, fundaciones. Es una mendicidad honesta y cara a cara, un ejercicio derivado de la propina,  como le gustaría a Carrió, de ese falso derrame: nos saludamos cordialmente y al cabo de la negociación cada uno vuelve a lo suyo.

Pero también volvió con furia la mendicidad por teléfono. De hecho, el fijo solo suena cuando alguien quiere venderme algo. Ya no se trata de una persona, sino de una empresa con un plan de emergencia. Lo perverso es que todos sabemos que al otro lado no hay un profesional del engaño y la mentira, no hay un verdadero demonio al que sea fácil exorcizar de insultos: hay un humano que ha perdido su trabajo o que trabajaría muy a gusto de cualquier otra cosa, si la hubiera; un individuo conectado a un sistema de escuchas que verifica la insistencia discursiva del vendedor. El teléfono empieza muy temprano, me despierta y despierta a los niños, si no atiendo vuelven a llamar; me olvido de que conviene apagarlo y no prenderlo más en todo el día.

El registro “No llame” es una flaca mentira. Sospecho que fue una base de datos. Paso rápidamente de la furia a la piedad y también al revés. A algunos los atiendo con exagerada amabilidad, escucho la oferta (que nunca es para mí), analizo secreta y profesionalmente el artilugio del diálogo y espero que con todo esto no me llamen más. Pero al otro día el sistema le pasa la carpeta a otro y mi paciencia tiene un límite. ¿Quién hace este trabajo? ¿Siempre extranjeros? ¿De dónde es ese acento caribeño, esa amabilidad desaprovechada? Otras veces corto sin explicar lo obvio: que no me ofrecen nada que necesite. Sé que ellos lo saben. Y que son prisioneros de una venta implorante diseñada en el último estertor de un capitalismo de pacotilla.

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Y el teléfono vuelve a sonar. En todo horario. Es un sistema algorítmico que va tanteando cuándo estoy, cuándo puedo caer, cuándo explotaré, cuándo pueden al menos terminar de decirme qué es lo que les están pidiendo que me vendan. No va a parar. Es deprimente.