Un curioso argumento se repite en torno de los miembros del gobierno nacional que van apareciendo como protagonistas de conductas inapropiadas (por decirlo de un modo elegante). A medida que asoman cuentas, depósitos y empresas en paraísos fiscales, a poco que se comprueban conflictos de intereses o que quedan en la niebla cuestiones vinculadas a oscuras comisiones, como las de Odebrecht, a equívocas compraventa de empresas de energía eléctrica o a vinculaciones con líneas aéreas low-cost que ganan rutas generosamente, se dice y se repite que nada de eso importa, porque se trata de hechos anteriores al de-sempeño en la gestión pública de las personas involucradas.
Quizás esta coartada sea otra creación del sofista, o los sofistas, que pergeñan la comunicación oficial, maquillan la imagen gubernamental cuando se deteriora o pescan ideas en esos estanques llamados “focus groups”. Y puede ocurrir que, para alguna o para mucha gente, sea suficiente. Sin embargo, suena como esos panegíricos post mortem que convierten a cualquiera, incluso a comprobados corruptos, perversos o delincuentes, en personas llenas de virtudes. Recuerdan al título de La muerte le sienta bien, aquella aguda comedia de 1992 con Meryl Streep y Goldie Hwan, dirigida por Robert Zemeckis. En este caso pareciera que pertenecer al elenco gubernamental sienta bien, borra acciones de la pasada vida privada y convierte a todos en virtuosos. Estar en el “mejor equipo de los últimos cincuenta años” equivaldría entonces a una mágica transformación.
La filósofa Mary Warnock, miembro de la Cámara de los Lores y de la Academia Británica, y autora de un célebre informe sobre política educativa, sostiene en su ensayo Guía ética para personas inteligentes, que la moral privada debe preceder siempre a la moral pública. Es decir, que no nos convertimos en sujetos morales al acceder a lo público, sino que los principios de una ética que responda a la moral se constituyen desde temprano en la vida privada, mientras crecemos y construimos nuestra identidad. Esto no solo es válido en el sentido cronológico, sino también cualitativamente.
Como la moral pública es un contrato social por el cual un colectivo humano acuerda ejercer ciertos deberes, respetar ciertos derechos y convivir bajo ciertas normas y reglas, aunque no estén escritas, esa moral, dice Warnock, reflejará qué tipo de ética, de conductas y de principios predominan entre los individuos que integran la sociedad. O, según dijo allá lejos y hace tiempo Hermes Trismegisto (el tres veces grande), personaje sabio y misterioso asociado al dios egipcio Thot, como es adentro es afuera, como es en lo pequeño es en lo grande y como es abajo es arriba. De manera que, mientras en la piel del Gobierno empiezan a aparecer erupciones sospechosas desde el punto de vista ético y moral, el argumento de que se trata episodios de una vida anterior (la privada) no es tranquilizador ni aceptable.
Tampoco es coherente que, en el caso de ministros y funcionarios que caminan por cornisas morales muy delgadas, se apele, desde el Gobierno, al argumento de “dejar actuar a la Justicia”, mientras en otro punto, como el del policía Chocobar (un hombre de puntería inusual entre sus colegas) el mismo Presidente salga a cuestionar a la Justicia. Esto no solo revela un doble estándar, sino que, en el caso del policía, aparece como preocupante síntoma de populismo. Como si alguien, algún sofista de cabecera otra vez, hubiera aconsejado decir “lo que la gente quiere oír”. Pero la moral no tiene que ver con lo que se quiere, sino con lo que se debe.
Cuando se tiene una visión y un pensamiento sesgados hacia lo económico (y hacia un modelo único además), se suelen despreciar las cuestiones morales. Sin embargo, las caídas más estruendosas, si se repasa la historia, se debieron más al hartazgo moral de las sociedades que a los fracasos económicos. Sin ir más lejos, ocurrió aquí en 2015. Es decir, la moral cuenta más de lo que algunos creen. Y pasa sus facturas.
*Periodista y escritor.