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La moralización destructiva

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Tiempo. La política se lo dedica a enemigos. | NA.

En el último tiempo, los protagonistas del mundo político han hecho un uso intensivo de criterios morales para dedicar tiempo a sus enemigos, y el impacto de su abuso, como aparato descriptivo y clasificatorio de quienes se encuentran del otro lado en la batalla por los votos, no ha sido explorado con demasiada atención.

Para quien quiera garantizar el conflicto insistente, la tensión sin resolución, deberá colocar en el centro a la moral, sobre todo porque en el mundo moderno, es adaptable y no ofrece caminos únicos. Aquel que intente buscar criterios morales universales, no encontrará demasiado, o solo algunas referencias que algún día serán observadas como incomprensibles, por generaciones que nunca conoceremos.

La sociedad moderna tiene una relación reflexiva con lo considerado aceptable. El derecho mismo debe ocultar la propia paradoja de que sus reglas, que diferencian lo legal de lo ilegal, y que deben ser respetadas con estricta precisión, pueden al mismo tiempo ser reformadas, ya que esas mismas reglas del derecho suponen una instancia reflexiva y también legal de posible modificación. Los movimientos de protesta pueden así beneficiarse del derecho positivo e instar con sus reclamos al cambio de lo que hasta algún momento fuera no aceptado y regulado, pase a ser permitido y legislado. La legalización del aborto o el casamiento de personas del mismo sexo, son ejemplos recientes; y se puede incluir que hasta la Constitución misma puede exponerse a transformaciones. La ley es la ley, pero hasta la ley misma regula sus propias condiciones de mutación.

De cualquier manera, el sistema del derecho ofrecería por un tiempo cierta aparente precisión. La ley establecería con justeza algo como legal, diferenciándolo de aquello que no lo es y en ese período de aceptación, la norma sería eso y no otra cosa (a pesar de que la idea de “jurisprudencia” lo pondría en duda). Con la moral, en cambio, algo similar es absolutamente imposible ya que no tiene ninguna instancia formal de marca fija entre lo que es moral o inmoral.

Se puede suponer que se sabe lo que es aceptable de aquello que no lo es, pero solo se reposa con esto en una asunción de que un otro u otra existente sería poseedor de las mismas ideas, dejando la suerte a una comprobación en el paso del tiempo. También sería lógico argumentar que la ley contiene criterios morales, pero el movimiento de la moral y sus cambios no se explican por la ley, sino por procesos sociales complejos que luego harán presión sobre el sistema del derecho para su incorporación. En definitiva, la moral se mueve con recurrente intensidad y no vive más que en lo que con ella vamos reproduciendo y transformando en cada nuevo presente. Quien vota a un acusado de corrupción se convence de que se trata de un caso recurrente; quien vota a uno acusado de enviar dinero al exterior se convence de que es lo que todos harían para resguardar ahorros.

Nuestro mundo occidental se basa en la tradición de la libre opinión y la diversidad de puntos de vista, por lo que se promueve activamente la variedad. Incluso las modas cambian por temporadas, los peinados rotan en estilos de aceptación y cualquiera puede dejar mensajes sobre el estado actual del país en un programa de radio. Lo que antes ofrecía la estratificación social como referencia incuestionable de la totalidad moral, en los casos de la nobleza previo al capitalismo, o incluso la mirada religiosa del mundo, o por ejemplo el conocimiento ancestral de los sabios en antiguas comunidades, es hoy totalmente inexistente. Nadie puede reclamar valores universales e inmodificables, ni una fuente objetiva sobre los cuales establecerlos. Más allá de la moral no hay nada, solo opiniones.

Sin embargo, la inexistencia de un anclaje fijo no implica para la moral una ausencia de funciones. Su utilización suele tener una enorme capacidad constructiva de algo que podríamos denominar como zonas o límites, en los cuales lo bueno o malo, tiende a definirse con criterios mutuos de exclusión. Al no estar estos criterios sostenidos en base a elementos concretos, la relación entre la moralidad y la arbitrariedad son de enorme sensibilidad y cercanía. Quien quiera construir conflicto y separar a unos de otros, solo deberá recurrir a acusaciones sobre inmoralidades de enemigos e incluir en su grupo a los buenos y totales, en contra de los otros inaceptables y malditos.

A la política argentina le cuesta enormemente tratar de manera diferente sus propios conflictos. Podría recurrir a criterios cognitivos, en donde los datos o cierta construcción de evidencia podría guiar sus procesos de acuerdos, pero toda vez que alguno de estos se hace presente, de manera inmediata se los combina con acusaciones morales. Si hay que definir los rubros con mayor potencialidad económica, se interpone una idea genérica de un país industrial sin mayores especificaciones que el romanticismo de la década de 1950; si hay que debatir sobre la pandemia, de inmediato se pasa de los datos de contagio a conceptos generales morales de la vida o la economía; si se propone un seguro de indemnización se le responde con los derechos de los trabajadores contra los empresarios. Todo, absolutamente todo, es llevado al plano moral, al espacio de los buenos y malos, y por lo tanto al conflicto sin solución.

Un ejemplo de producción comunicacional diferente se ofrece con la ciencia. Quien establece la utilización de alguna verdad legitimada por procedimientos científicos puede evitar la intervención de la discusión humana bajo determinadas condiciones y desplazar la libertad del punto de vista, por la elevada importancia del dato. Pero en nuestro país, parte importante de la comunidad científica convierte también sus procesos cognitivos en normativos, es decir en morales. Su involucramiento en política absorbe también las mismas formas y por lo tanto hacen de sus búsquedas de verdades caminos que justifiquen los lineamientos políticos que defienden. La política invade todo, y lo hace no solo desplazando su tensión central entre gobierno y oposición, sino que lo llena de conflicto a través de la sobre carga del uso de la moral.

En el cierre de campaña de Vidal el primer orador decía que se trataba de dos modelos, de dos formas de “ser”. No hay espacio que no acuse al otro, que lo necesite excluir. Todos se alimentan del deseo de destrucción, que al mismo tiempo, va desarmando a la Argentina. n

*Sociólogo.