Cuando Federico Monjeau habla de Arnold Strikes Again, la obra de Gerardo Gandini, aclara entre paréntesis que “Arnold es Schoemberg”. Y no Schwarzenegger, como yo podría haber pensado. La muerte de Federico a los 63 años fue un golpe muy duro, aun para los que hubiéramos hecho la asociación equivocada. Lo traté superficialmente y conocí a su familia. Alguna vez coincidimos en una redacción y también en reuniones sociales, por lo que comparto la opinión de que era un tipo formidable. Sin embargo, más allá de alguna nota en el diario sobre un artista popular, no solía leerlo: a los del palo de Schwarzenegger nada nos intimida tanto como Schomberg. Siempre supe que Monjeau sabía mucho, que era un escritor virtuoso sin ser pedante y que el campo de su reflexión excedía largamente el muy especializado territorio de la música que se ejecuta en el Colón. Pero el mío era un conocimiento de segunda mano, el reflejo del juicio de los otros. Aunque fuera un juicio sincero: su muerte fue la causa de una gran tristeza entre colegas, discípulos y amigos, además del motivo de obituarios inusualmente fervorosos, que demostraron tanto que Federico era muy querido como que sus intereses eran tan profundos como diversos.
Para intentar entender de un modo más directo por qué Monjeau era especial, recurrí al libro suyo que tenía a mano, Un viaje en círculos, publicado por Mardulce en 2018. De entrada, resulta evidente que esos diez capítulos relacionados entre sí que circulan entre Wagner y Joyce, entre Morton Feldman y Straub-Huillet, entre Adorno y Mariano Etkin, conforman una discreta summa estética y filosófica, un secreto manifiesto. También que la escritura de Monjeau, como la de los verdaderos ensayistas, se columpia en el vacío, apenas sostenida por un gran conocimiento de las fuentes, pero por fuera del aparato académico. Era uno de esos escritores a los que uno lee pensar, que avanzan haciendo asociaciones brillantes que nunca suenan arbitrarias. El centro del pensamiento de Monjeau se encuentra en ese fenómeno tan particular del siglo XX que fueron las vanguardias musicales. Pero ese territorio, en apariencia tan altamente especializado, se conecta de un modo poderoso con la historia y la cultura que lo circundan. Monejau tenía un oído en el interior de las obras y otro en mundo como unidad. Y tenía también una particular atención a la idea de que la Argentina era un territorio tan apto como cualquiera para que aquí floreciera el pensamiento universal, siempre que no incurriera en la mediocridad de confundir localización con patriotismo o identidad.
Después de leer Un viaje en círculos, entendí también algo sobre el trabajo de Monjeau, que era nada menos que el de sostener un pensamiento audaz y riguroso en un entorno muy poco propicio para algo semejante y destinado a ser leído por unos pocos. Y aun cuando Federico tenía muchos amigos y hasta unos cuantos cómplices, se me ocurre que debía sufrir de un modo que su estoicismo de caballero no dejaba traslucir. El libro termina hablando del final del Quijote, del modo en el que Alfonso Quijano se despide de la vida, “exhausto, ya casi sin palabras y casi tan triste como el lector”. Creo que, más allá de las anécdotas que dejó a su paso, se fue un héroe de caballería.