Al protagonista de Conspiración de silencio, un western/noir de los 50, le falta un brazo. No le faltaba en la versión original, se lo cortaron para que el personaje le resultara más tentador a Spencer Tracy. La película es excelente y no parece haber sufrido otras concesiones. Pese a lo cual, en un momento, sin motivo aparente, el personaje de Spencer Tracy se pone a explicar los motivos que lo llevaron a viajar al pueblo en el que transcurre la historia, su estado emocional anterior, y como éste fue cambiando a partir de los sucesos que vimos en la película.
David Mamet tiene un nombre para este tipo de narración. Lo llama “La muerte del gatito” y observa que habitualmente incluye frases como “hace años…”, “cuando yo era joven”, o “no sé por qué te estoy contando todo esto”. Estos soliloquios son completamente innecesarios desde un punto de vista dramático, y sin embargo, nota Mamet, “aparecen todo el tiempo en películas y obras de teatro, siempre aproximadamente en el mismo lugar: cuando a la historia le falta el 30% para terminar, justo antes o justo después del principio del tercer acto. ¿Por qué? ¿Qué función cumplen?”.
La explicación que ofrece Mamet me pareció arbitraria cuando la leí por primera vez. Mi experiencia, después de quince años, sugiere que es acertadísima y excede el universo dramático; es aplicable en general. Lo que él dice es que las fuerzas del autor se agotan al mismo tiempo que las del protagonista. Una vez que el tercer acto está planeado, ya no hay nada más que hacer, no hay más preguntas, el final es inevitable. Pero hay que escribirlo. El autor piensa “pero ya sé cómo es, lo tengo en la cabeza. ¿Realmente me lo vas a hacer escribir?”. Dice Mamet que “La muerte del gatito” es un vestigio de los soliloquios clásicos, y de la confesión religiosa en la que se basaban. En “La muerte del gatito” el autor acepta su debilidad ante los dioses –del drama, en este caso–, su condición falible, la tentación humana universal de no terminar lo que empezamos cuando creímos que iba a ser más fácil.
En ese preciso momento se encuentra hoy esta columna. Ya sé lo que voy a decir, ya sé cómo termina no sólo la investigación algo azarosa que empecé hace cinco meses con Richard Dadd, sino mi participación en este diario y –si todo sale bien– en el universo del comentario político. Me da fiaca terminar y me da pena, porque con los ítems tachados y resueltos en el pizarrón de mi cocina fui tachando también personas, una por una, con las que habría podido hablar si el escenario fuera un poco más moderno y racional, si los errores pudieran ser revisados sin comprometer tu lugar en la sociedad o tu lealtad a la cosmología de Jauretche y la concha de su hermana.
Sabemos que ese escenario ya no es posible y que Argentina está en manos de fuerzas siniestras que para mantener el poder, o bien para recuperarlo –o para sobrevivir– deberán confrontar de una manera que sólo puede ser violenta porque no conocen otra y porque a los orcos ya los vimos, no se van a sentar a tomar un café con vos y preguntarte qué opinás sobre políticas de Estado. Te van a tirar del puente y se van a comer tu pierna ortopédica. ¿Ir al sindicato de los portuarios a preguntarles si les parece posible que su comportamiento, y el de Diana Conti, y el de Fernández Díaz y el de Beatriz Sarlo pueda ser consecuencia de una regresión a lo que Julian Jaynes define como pensamiento bicameral? No me parece. Y sin embargo a eso me comprometí en el primer acto: a encontrar la explicación que parece imposible de una desintegración cultural que también parece imposible pero cuya existencia confirmamos todos los días. Tenemos más elementos: probamos que hablar de locura no es exagerado, encontramos modelos psicológicos y neurológicos preexistentes que parecen aplicables a lo que nos pasó. ¿Pero cómo pasó? Nos toca ver eso ahora, y no es agradable, por eso preferiría abandonar acá. Pero allá vamos. Empezaré la semana que viene, con langostas.
*Escritor y cineasta.