Cuando yo era chico (“ayer nomás”, diría Litto Nebbia), era común la idea de que a la macro argentina la salvaba “una buena cosecha” y que cuando esto sucedía, “Dios era argentino”. Pero como esa “buena cosecha” era de unos pocos “terratenientes”, había que apropiarse, de alguna manera, de una parte de ese éxito derivado, exclusivamente, de un hecho fortuito. Nació así, entre otras, la idea de los impuestos a la exportación, ya sea bajo la forma de “retenciones” sobre el precio que recibían los productores, que recaudaba el Tesoro nacional, ya sea bajo la forma de tipos de cambio diferenciales, que recaudaba el Banco Central.
Una buena cosecha, entonces, mejoraba los ingresos directos de una parte de la población que “derramaba” hacia los sectores directamente vinculados, a través del mayor gasto privado, y se “redistribuía” al resto de los sectores, mediante el gasto público, financiado con impuestos a la exportación o mercados cambiarios diferenciales.
Por el contrario, una mala cosecha provocaba una recesión y problemas de financiamiento del gasto.
Era una Argentina cuyo ciclo económico dependía, básicamente, del clima, de la “suerte”.
Obviamente, estoy exagerando el argumento, pero quizás habría que bucear en esas condiciones tan particulares de nuestra economía el desprecio que tenemos los argentinos urbanos por la actividad agropecuaria.
Desprecio que nos ha llevado, inclusive, a ignorar el fenomenal cambio estructural vivido en las últimas décadas en la producción agrícola argentina: “revolución productiva” que permitió pasar de 30 millones de toneladas de granos cosechados anualmente, a 100 millones.
El protagonista más elocuente de esta revolución ha sido el cambio tecnológico en la producción de soja, mediante transformaciones genéticas en las semillas de dicha oleaginosa, nuevas técnicas de producción, maquinaria agrícola, fertilizantes, junto a la instalación de un complejo industrial dedicado a la transformación de esa semilla en aceite y derivados. Sumado a cambios en la infraestructura portuaria privada (incluyendo la concesionada hidrovía), que permite un eficiente movimiento de exportación de estos productos.
Esa revolución generó, a su vez, un avance de la tierra productiva de la original “pampa húmeda” hacia regiones menos fértiles, y cambió el mapa de la organización de la producción agraria.
Toda esa ignorancia y ese desprecio quedaron concentrados en una palabra del discurso oficial: “Yuyito”. Ese mismo discurso oficial que se resume en: el yuyito crece silvestre en el campo; la suerte que tienen los poseedores de esos campos; la necesidad de que el Estado se apropie de parte de esa suerte y la redistribuya al resto de los argentinos sin fortuna.
Por supuesto que ese cambio productivo se origina en la demanda internacional. Si el mundo, en especial el mundo que más crece (Asia, China), no necesitara de los productos agroindustriales de la Argentina, nada de esto hubiera sido posible.
A este panorama hay que sumarle que esta misma revolución ocurrió en Brasil. Con una diferencia: su clase política sí entendió la revolución productiva agraria y la integró a su modelo industrial y petrolero. Y Brasil, a la vez, por la especialización industrial del Mercosur, se transformó en clave para la producción industrial argentina. En ese contexto, entonces, nuestro país crece dependiendo de la revolución productiva agraria y de la transformación industrial de integración con Brasil.
Y es bajo este panorama que el gobierno de los K se encargó de combatir y desalentar la revolución agropecuaria y de boicotear, simultáneamente, una integración industrial más eficiente y agresiva con Brasil, buscando una extraña asociación bolivariana.
La Argentina de 2010 volverá a tener “una buena cosecha” si el clima lo permite. Y Brasil, si el mundo ayuda, vuelve a crecer con fuerza. Eso favorecerá a la macro coyuntural y a las finanzas públicas. Eso le facilitará, quizás, al kirchnerismo, seguir durando y soñando con la fantasía de ganar una elección.
Pero cuando se escriba la historia en serio, será casi imposible explicar el suicidio político de un gobierno que le hizo y le hace la guerra al factor más importante de su propio éxito, la revolución agrícola, y que desincentivó y desincentiva la integración industrial con su principal socio comercial.
Cuando intento explicar esta paradoja, me surge una duda terrible: ¿será que Dios no es más argentino?