En el inicio del tiempo anterior a los tiempos, Dios o el azar arrojó al vacío un puñado de masa y energía que explotó en la nada y se expandió brillando y dio luz y materia y entre los billones de galaxias que ardieron en los tiempos de la noche había un planeta que sufrió el fuego como tantos, pero el fuego se apagó, y allí hubo vida y los microorganismos salieron de las aguas y al cabo de unos siglos una de las especies emergidas se distribuyó sobre el planeta y dominó a las otras y construyó su mundo para martirio propio y de los cohabitantes: esa especie que expolia su planeta está compuesta de seres que consideran natural una lógica de cadena alimentaria que tiende a la mutua fagocitación, y la justifican con el argumento de que la propia sobrevivencia es la máxima prioridad, y las tramas de solidaridad son una ilusión. Por las noches, en la soledad de sus habitaciones, las crías pequeñas desarrollan la habilidad de sus pulgares golpeteándolos contra unas pantallitas encendidas, mientras que las crías mayores se entregan al placer que les proporcionan pantallas más grandes, y en las que pares reunidos alrededor de elementos geométricos llamados “mesas” o “tarimas” y cubiertos de capas de polvo llamadas “maquillaje” sostienen interminables disputas basadas en la dicotomía “ellos o nosotros”.
Estas disputas se han convertido en un arte que valora la injuria, el elevado tono de voz, el sarcasmo y la interrupción.
Cuando las crías mayores se cansan del griterío, modifican el espectáculo oprimiendo el botón y observan a otros pares, que se agitan vestidos con ropas ligeras mientras hablan de sus vidas íntimas. Y cuando esto los cansa, vuelven a oprimir el botón, y se encuentran con otros pares que simulan matarse y morir, o incluso lo hacen. Toda riqueza es posible si se admite una reducción de grado, y a este sistema de reducciones constantes se le llama vida.