Me he perdido en los laberintos del barrio gótico de Barcelona, he dormido a la intemperie en el desierto del Sahara bajo un cielo sin luna, he fundido el motor de un auto en unos desolados caminos catamarqueños, he llorado solo en una buhardilla parisina y abrazado el pecado en los helados caminitos del Tiergarten. He celebrado conmovido las llamadas de los minaretes turcos y he visto a la luna hundirse en un pozo de fuego en el Océano Pacífico. Participé de una marcha de bomberos en la orla carioca, dejé que mis desperdicios digestivos flotaran en el mismo mar que acarició los tobillos de Aquiles, visité el santuario de la Difunta Correa, junté raras piedras en los arroyuelos de Tanti, me encerré durante tres días y tres noches en un motel sanfransciscano, la mafia rusa me obligó a encerrarme en un armario y vi la contradicción sarmientina desde un rancho agobiado por el tiempo en el valle de Traslasierra.
Nunca la Nada trascendental me atenazó con tanta fuerza como durante la semana que pasé en Miami, una ciudad construida sobre el dolor de los refugiados, el tráfico de personas y las mil y una mafias que imaginarse puedan. ¡Oh Miami, perla americana, cobertura de nácar alrededor de una partícula extraña! ¡Oh contradicción de América, que ha transformado un umbral en una puerta pesadillesca que conduce al Infierno!
La tierra de calibanes que imaginaba Darío no es Nueva York, sino esta lengua de arena tendida hacia un océano que no llega a ser Caribe, estos islotes de piedra caliza que vuelven el agua lechosa y que quieren tocar Cuba, sin lograrlo.
Miami es la ciudad del miedo y de la prostitución, un mercadillo de baratijas insaciable, el destino triste en el que todo argentino quisiera poder reconcerse: el perdón a Repsol, la militarización de la sociedad mediante la devolución a las Fuerzas Armadas de una autonomía por decreto, los sueños bailables y la rueda vil de la fortuna.