El 17 de agosto, siete años atrás, fue padre por primera vez. De ese día recuerda ir con su mujer en el auto a la madrugada, atravesando una ciudad dormida. Iban dos pero si todo salía bien, volverían tres. La sensación que tenía era –suponía– la misma que deberían sentir los astronautas antes de ser lanzados al espacio. La madre tiene una posición especial. Ya tiene al bebé adentro, lo siente crecer, moverse. Para cierto tipo de padre –como era él– el bebé es una abstracción hasta que sale. “Papá, papá”, lo llamaba una enfermera pero no se daba cuenta de que le hablaba a él, nadie nunca lo había llamado así. Lo cambiaron, le pusieron una ropa blanca tapando con gasas sus zapatos. Parecía uno de esos empleados de las fábricas de satélites donde la suciedad no puede filtrarse. Rápidamente supo que la paternidad no se baja como una aplicación. Tuvieron una nena. Se llama Ana. En su nombre, muy corto, junto al apellido, predomina la primera vocal. Ojalá que esa letra, la primera del alfabeto, la conduzca por el mundo con la boca abierta de asombro. Que le toque un mundo peligroso en el mejor sentido, un mundo oscuro, sin señalizar, siempre sabiendo que ahí donde está el peligro está la salvación.
No quisiera que sea fea ni que sea hermosa, quisiera que sea una chica común, una singular chica común. Y que tenga amigos, muchos, porque son ellos los que metabolizan la presión del mundo y convierten el dolor en aventura. Nació el día en que se celebra la muerte de José de San Martín. Increíble, porque del panteón de superhéroes de la patria, es San Martín el que más lo conmueve a su padre. Le gusta su historia, su leyenda, las canciones que lo celebran y sabe de memoria desde su época escolar. San Martín lo emociona haya cruzado o no los Andes. Qué importa eso. Es como un prócer indie.
Le encanta saber que fumaba opio, que se juntaba con Simón Bolívar a contar chistes de realistas frente al mapa de la confederación. Que le gustaban las chicas jóvenes. Que estuviera al borde de la locura y que finalmente fuera al swimming London y terminara sus días en la tierra de Rimbaud. Le gusta también todo lo que no se entiende de San Martín: ¿quería imponer a un rey al principio? ¿Formaba parte de una logia, de un plan mayor que es impensable desde nuestros Estados modernos? ¿Por qué le mandó su sable a Rosas? ¿Le habrá mandado su sable a Rosas? ¿Quién habrá sido realmente José de San Martín? ¿Por qué le bajó esas líneas demenciales a su hija Merceditas? ¿Quién sera, finalmente, Ana? Uno pensó una tierra –no un país– libre de injusticias. Un país donde muchos años después, en el día de su muerte, nacerían muchos niños. Como Ana, que tiene manos tan pequeñas –diría Cummings– como las de la lluvia.