La ciudad de Córdoba está asustada. Regreso al barrio el viernes cuando la actividad es normal, los gendarmes esperan y los policías se desplazan en sus patrullas. Paso por el mercadito donde el “Extenso” se prepara para ir al Kempes: Belgrano cierra su campaña de 2013.
Aparece Don Salvador que antes de darme la mano dice “aquí llovieron negros de mierda”, Aquí los amigos no se besan, solo la mano, una palmada y acaso un abrazo si las circunstancias ameritan. “Pará, dice el Extenso, de mierda eran pero negros para nada. Aquí no entraron”, agrega, mientras su mujer que lo adora hace cuarenta años me mira y dice: “se cagaron de miedo cuando lo vieron”. Es probable porque su estatura y peso son peligrosas para cualquier desafío y con un cuchillo de fiambrería en la mano puede dañar al mejor plantado. Los esperó en la puerta, su hijo mayor con un rifle del 22, el del medio sin nada en las manos, solo con su metro noventa y cara de barra brava celeste, suficientes para que siguieran de largo y vaciaran la farmacia desguarnecida de veinte metros más adelante donde lo que no se robó, se destruyó.
Salvador el solitario adherente a la Ucedé en el barrio insiste: “era como el Cordobazo” y otra vez, ahora con ironía el Extenso lo corrige. “Seguro escuchaste los tiros que venían del Clínicas cuando desfilaban las tropas, no? Vamos. ¿No lo viste al piraña?”, le dice, mirándome. Salvador no lo conoce pero yo lo recuerdo bien, jugaba con nosotros. Y agrega: “no se dedica más a la quiniela, pasó en un Volvo negro impresionante de vidrios polarizados. Lo vi, lo miré de frente y el también miró. Detrás, una Hilux flamante con diez guasos desconocidos. Siguieron de largo.”
¿El piraña jefe?, pregunté incrédulo. No sabemos pero con el Volvo distribuye. Todos saben. ¿La policía protegiendo narcos? Nadie, nunca, nada, para decirlo como Juan José Saer. Hasta que un periodista se animó, un fiscal miró y comenzaron prisiones y retiros. Parte de la policía tiene la cola sucia.
La policía de Córdoba fue, incluso durante el régimen militar respetada llegando a enfrentarse a la policía federal después del Cordobazo; tuvieron siempre bajos salarios y algunas veces se enojaron y acuartelaron. Pero esta vez fue otra cosa: las bandas que asolaron la ciudad eran ordenadas: la vanguardia encabezada por delincuentes profesionales seguidos por la infantería de lumpen, la caballería en motocicleta y tras ellos oportunistas y espontáneos. Un auténtico ejército anómico. El territorio liberado fue una condición de acción.
La gente está asustada. Lo percibo en la mirada y en la tensión de los cuerpos. El susto aparece después del miedo en gente que no suele tener miedo, acostumbrados a todas las batallas de la vida, a perder y ganar sin lagrimear. El susto es otra cosa, un reflejo, una mirada hacia los próximos, hacia un horizonte incierto, una intuición de totalidad que posterga el momento o lo confunde con otros momentos. Aquí no existe la historia, solamente la memoria que la precede y sostiene. Lo que nunca pasó y no debió ocurrir se vivió intensamente y los fragmentos de vida vividos salpican mucho más que los vidrios rotos.
Justo, el hijo mayor (cuyo nombre está en el santoral celeste del barrio Alberdi por el inolvidable insider de los años sesenta que nos deslumbró cuando niños) quedará a cargo del negocio. Su hermano gigante duerme: ha pasado toda la noche velando el negocio con su hermana que no sabe de deserciones. El menor irá a la cancha, pero todos estarán atentos. ¿Exagerados? Para nada, no tienen miedo pero estarán listos.
No puedo acompañarlos a la cancha, explico, debo atender una tesis en la Universidad, digo para disculparme. Me mira y el Extenso me fulmina con solemnidad: “siempre te dije que la Universidad es un obstáculo a la inteligencia”. “Y también al amor”, agrega la Pocha, su mujer, al amor a la camiseta.
¿Se acuerdan de La Calera? Fue el primer operativo montonero: coparon la comisaría -les hicieron cantar la marcha peronista- el banco, tomaron el pueblo entero y se fueron. A comienzos de 1978 además de construir un estadio para el mundial de fútbol, el gobierno provincial decidió erradicar las villas miserias próximas y no tanto. Camiones militares cargaron los villeros y los depositaron aquí en La Calera con sus manos como estandarte de protesta y auxilio.
La Calera dejo de ser lo que su nombre indica pero sigue siendo un paso en el bello recorrido que corre entre la capital y el dique San Roque, la puerta grande a las sierras chicas. Suburbio de Córdoba alimentado por migraciones internas y externas el pueblo creció como pudo compartiendo villas y barrios cerrados, dormitorio de trabajadores de la capital y vecinos que defienden sus espacios. Hacía años que no me detenía a saludar a antiguos compañeros y amigos de la vida. Cuento lo que escuché.
Una horda no demasiado numerosa pasó por La Calera destruyendo sin saquear. No necesitaban robar, sólo asustar, como acostumbran los mafiosos en todo el mundo. Para asustar a los vecinos, a los ciudadanos, a los periodistas, a los jueces y a la propia policía. La casualidad aquí es una línea recta.
A pesar de tantos doctores la ciudad se sorprende porque lo sucedido no debió suceder, no cabe en la representación social ni en la identidad local. Acaso por no recordar que entre las hordas y la modernidad, la historia de las civilizaciones no muestra ninguna evolución lineal, solamente ha conocido avances y como ahora, retornos a la incivilización.
* Rector normalizador de la UBA (1983-1986).