Algunos de los anuncios de la reunión del G-20 en Londres, tales como la reducción del riesgo de una crisis monetaria de los mercados emergentes gracias a un aumento de los recursos del FMI y el compromiso de apoyar la financiación del comercio, dispararon la escala de Richter del optimismo bursátil casi hasta el éxtasis. En la Bolsa de Nueva York, el índice Dow Jones ganaba 3,62%, superando el umbral de los 8 mil puntos. Los operadores que hasta ayer nomás se fotografiaban con las manos oprimiendo sus cabezas chamuscadas pasaron a practicar las enseñanzas de un psicólogo de los años 20, Emile Coué, que popularizó la sugestión optimista mediante la repetición monótona e indefinida del lema: “Cada día estoy mejor en todos los sentidos”. Joshua Raymond, estratega de mercado de City Index, manifestó que nos acercamos “a la luz al final del túnel”.
Sea porque los jolgorios bursátiles suelen ser como amores de estudiante, o porque Raymond seguramente no ha fiscalizado la duda metódica argentina (que suele evaluar que la luz que parpadea dentro del túnel no es su final, sino un tren que viene de frente), lo cierto es que conviene repasar el panorama desde las afirmaciones de algunos de los actores.
Se trata de un conjunto “sin precedentes de medidas atrevidas que constituyen un giro histórico”, declaró Barack Obama. “Un nuevo orden internacional está emergiendo”, se inflamó Gordon Brown. Según la canciller alemana, Angela Merkel, el acuerdo constituye “un compromiso histórico para una crisis internacional”. Las palabras son análogas; habrá que ver si quieren decir lo mismo.
Eric Hobsbawm escribió que la mayoría de los seres humanos se comporta como los historiadores: sólo reconoce la naturaleza de sus experiencias vistas retrospectivamente. Tal vez por ello Obama concluyó que “aún no se sabe si las medidas adoptadas por el G-20 serán suficientes para sacar al mundo de su peor crisis desde la Segunda Guerra Mundial”.
El vapuleo al que fue sometido el Fondo Monetario Internacional llevó a que se decidiera en Londres que su autoridad sea elegida en relación con sus antecedentes y no como resultado de un reparto de butacas entre Estados Unidos y Europa; que las potencias emergentes y los países en desarrollo aumenten sus cuotas internas de poder; y que se refuerce en 500 mil millones de dólares su papel como prestamista internacional de última instancia para países sofocados como México o los de Europa del Este. Debido a que las burocracias descienden de rancios pactos de complicidad y que suelen ser sistemas autoinmunes capaces de tomar infinitos cuidados para curar las enfermedades que pretenden transformarlas, será necesaria una verdadera mano de hierro para materializar los enunciados.
Según la Organización Mundial del Comercio, 2008 fue el primer año en 25 en el que el comercio mundial se contrajo. A pesar de que Sarkozy confesó no haber cedido ante los demonios proteccionistas, lo concreto es que medidas como el buy american (compre estadounidense) –que exige a las empresas que han recibido ayudas públicas adquirir determinados productos de Estados Unidos–, las “ayudas al motor” –socorros del Ministerio de Industria español dentro del Plan de Competitividad a las automotrices–, o la falta de coordinación en la ampliación de la garantía estatal de los depósitos en Alemania –Angela Merkel decidió en su momento que no iba a permitir que la crisis del Hypo Real State Bank (HRE) se contagiara al resto del sistema financiero– son medidas nacionales que, sumadas a las preexistentes, van río arriba respecto de los propósitos londinenses. Aunque el propio comunicado de Londres recita que alcanzar un acuerdo de liberalización del comercio internacional en el marco de la Ronda de Doha, que organiza la Organización Mundial del Comercio, aumentaría en 150 mil millones de dólares el comercio mundial, las barreras que subsisten deben hacer frente apenas a un “compromiso urgente” del G-20 para levantarlas con más pausas que prisa.
A regañadientes consintió China la afirmación de que el G-20 había decidido acabar con los paraísos fiscales que figuren en el cuaderno negro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), y más de un país de este mundo habrá querido seguir perteneciendo al anterior cuando escucharon a Sarkozy afirmar que “la época del secreto bancario ha llegado a su fin”.
Para otro rato quedaron la idea de suplantar el dólar como divisa mundial predominante por una unidad de cuenta sinóptica denominada Derechos Especiales de Giro (el presidente Obama no merecía volver a su país con la nariz larga de la Marimonda, ese tradicional disfraz de Barranquilla) y el propósito de Sarkozy, expresado en primera persona antes de la cumbre, de que retorne la confianza en los mercados. Es sugestivo que se haya remitido lo atinente a las regulaciones financieras de lo multilateral a lo local.
Luego, está la cuestión de la reactivación de las economías nacionales. “Francamente, esto es equivalente a un robo al pueblo estadounidense”, maltrató el Premio Nobel Joseph Stiglitz al llamado “plan Geithner”, mediante el cual el secretario del Tesoro norteamericano prevé eliminar deudas problemáticas en los balances de los bancos por un total de 1.000 millones de dólares. Se nota que la caridad no es requisito para que la Academia sueca otorgue sus laureles.
Hay un pensamiento de Karl Marx que recobra vigencia: los cambios endógenos del capitalismo global tienen un ritmo más sostenido e independiente que las frenéticas gestiones de los jefes de Estado. Una cosa es cierta: no hay dinero que alcance para reducir la fractura expuesta en la confianza mundial perdida. Hacen falta otras cosas, que no se dejan contar.