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La nueva familia: del divorcio a la reproducción asistida

Si hay un campo en el que las tres décadas de democracia produjeron grandes cambios –algunos revolucionarios a escala mundial–, es el de las leyes de la sociedad civil, que redefinieron el matrimonio y, con el aporte de las tecnologías biomédicas, transformaron la percepción ciudadana de la familia: el divorcio, el matrimonio igualitario, la identidad de género y la reproducción asistida.

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Durante siglos, el imaginario social se representó la familia arquetípica nuclear, conyugal y heterosexual como la célula básica de la sociedad. Etimológicamente, la palabra “matrimonio” deriva de la expresión matri-monium, donde matrem significa “madre”, y monium, “calidad de”, es decir, el derecho que adquiere la mujer que contrae matrimonio para poder ser madre en el marco de la legalidad. Y como denominación de una institución social y jurídica, deriva de la práctica y del derecho de la antigua Roma. Si bien en la evolución del matrimonio en Occidente gravitaron compromisos religiosos, a partir de la Revolución Francesa se convirtió en una institución civil y laica.
En las últimas décadas, el matrimonio fue redefinido como una construcción conceptual, cimbronazo que daría cuenta de las transformaciones de los parentescos y de la creación de nuevos formatos familiares. Desde el advenimiento de la democracia y, recientemente, desde el aporte de las tecnologías biomédicas, se promulgó una serie de leyes que cambiaron, en mayor o menor medida, la percepción de los ciudadanos sobre la familia: las llamadas Ley de Divorcio, la Ley del Matrimonio Igualitario, la Ley de Identidad de Género y la Ley de Reproducción Asistida.
¿Cuál fue el grado de aceptación de las nuevas modalidades de construcción y disolución de vínculos y de los nuevos parentescos independientes de la filiación biológica, expresados o impulsados por la promulgación de esta serie de leyes que, si bien acompañaron los cambios producidos de hecho también impulsaron una visión tan revolucionaria como compleja de la familia?

No más hasta que la muerte nos separe
En medio de una polémica que llevaba más de un año, donde las voces de los representantes de la Iglesia, de las organizaciones civiles y de la dirigencia política se entrecruzaron conformando un arco que albergaba desde las posturas más conservadoras hasta las propuestas más innovadoras de la renaciente democracia, la Cámara de Diputados de la Nación convocó a una sesión especial para la noche del 3 de junio de 1987 con el propósito de tratar en aquel entonces un controvertido proyecto de Ley de Matrimonio Civil y Familia, popularizado en la sintética expresión “Ley de Divorcio”.
La norma produjo un enorme impacto social, pues al habilitar el divorcio vincular legalizó miles de separaciones y uniones de hecho. Y más que disparar la temida avalancha de divorcios, modificó las percepciones culturales y sociales refrendadas por la instauración de un novedoso estado civil (“divorciado”).
La ley transformó el imaginario colectivo dominante en torno de esta práctica, transmutado tan radicalmente que en pocos años los divorciados se liberaron del estigma social que deshonraba a quienes rompían el vínculo marital.
Una vez naturalizada la ruptura legal del matrimonio con la consecuente posibilidad de que sus integrantes contrajesen nuevas nupcias, proliferaron familias ensambladas liberadas de la condena moral.
No sólo eso: la prolongación de la vida promedio, aunada a una cultura de vínculos líquidos, eliminó para la sociedad argentina la exigencia de convivir con una sola pareja para toda la vida.

También en el amor, iguales ante la ley
La cuestión del reconocimiento legal del matrimonio homosexual fue uno de los retos más complejos dirigidos hacia una institución nuclear de la sociedad. La humanidad se dividió desde tiempos inmemoriales en dos polos sexuados: hombres y mujeres. En las últimas décadas, esa clasificación bipolar fue puesta en tela de juicio. Mientras que tradicionalmente se adoptó un punto de vista puramente biologista y se designó como “sexo” lo que compete al cuerpo sexuado, en la actualidad la palabra “género” alude a la significación sexual del cuerpo en la sociedad –masculinidad o femineidad–. En el marco de esta distinción, el género no depende de la diferencia anatómica. Al incorporar la idea de que el género es una construcción cultural, las diferencias identitarias se multiplican: hombres, mujeres, gays, lesbianas, transexuales y bisexuales.
El reclamo de una legislación que autorizara el matrimonio entre personas del mismo sexo se instaló en la Argentina en el año 2002. Una vez aprobada la Ley de Unión Civil, la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans impulsó una campaña nacional por la igualdad jurídica bajo la consigna “Los mismos derechos, con los mismos nombres”. La Ley de Matrimonio Igualitario introdujo un debate en la opinión pública que visibilizó categorías tradicionalmente negadas.
Las razones invocadas como caja de resonancia cubrieron un amplio espectro: se dijo que el fin del matrimonio es la procreación y el matrimonio de hombre y mujer no es una convención caprichosa sino que es impuesto por un límite anatómico. Se alegó que el matrimonio igualitario trasmitiría un mensaje a la sociedad que habilitaría tácita e irrestrictamente cualquier tipo de matrimonio, sin distinciones de edad ni de vínculo familiar –pronunciando el fantasma de una pendiente resbaladiza que conduciría incluso a la violación de la prohibición del incesto–. En contrapartida, quienes reivindicaban la propuesta igualitaria replicaron que el matrimonio entre miembros de un mismo sexo no es una afrenta al orden biológico sino que su prohibición enmascara un prejuicio homofóbico. Y lo que se toma como una afrenta, subrayaron, era apenas una respuesta a la intención de persistir en un prejuicio nacido de una organización económica heteronormada cuya columna fue la institución patriarcal fundada en la institución del matrimonio concebido exclusivamente en términos de hombre y mujer.
El 15 de julio de 2010 se aprobó el dictamen de modificación de la Ley Nacional de Matrimonio Civil, conocida como Ley de Matrimonio Igualitario. El cambio sustancial fue la del artículo 172, donde el requisito de “libre consentimiento expresado personalmente por hombre y mujer”, fue sustituido por “los contrayentes”. Y se añadió: “El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos con independencia de que los contrayentes sean del mismo o de diferente sexo.”
¿Cuáles son las percepciones de la población en torno a este cambio legal? Un estudio exploratorio de julio de 2012 sobre las percepciones sociales de las nuevas familias, coordinado por el Centro de Estudios de Opinión Pública de la Facultad de Ciencias Sociales (Cedop) de la Universidad de Buenos Aires, encuestó telefónicamente a 1.113 habitantes de los principales centros urbanos del país, a quienes se les preguntó si consideraban a las parejas del mismo sexo como positivas o negativas para la sociedad. El 41% consideró que era un cambio positivo, el 42% respondió negativamente y el 14% ni positivo ni negativo. El estudio identificó una diferencia significativa por regiones, atribuida a una postura conservadora de las tradiciones en el interior del país. O bien a un dato aportado por el censo de 2010, según el cual el 54, 6% de las parejas del mismo sexo –el 0,33% del total de las parejas argentinas– se concentra en Capital y Gran Buenos Aires.
Una vez cumplidos dos años de vigencia de la Ley de Matrimonio Igualitario, los registros nupciales indican que cerca de 6 mil parejas del mismo sexo contrajeron matrimonio en el país.

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La identidad autopercibida
Tras la sanción del matrimonio igualitario, el 9 de mayo de 2012 se promulgó la Ley de Identidad de Género, que en apenas un año habilitó a más de 3 mil personas trans a rectificar su partida de nacimiento y su documento nacional de identidad con el fin de que reflejaran su identidad de género. Es la primera vez en el mundo que la ley no exige diagnósticos médicos o psiquiátricos, ni operaciones de adecuación corporal para el acceso a este derecho, tramitándose el reconocimiento de su identidad de género según su identidad autopercibida. Además, la ley contempla el derecho de todas las personas trans a solicitar el acceso a intervenciones quirúrgicas totales o parciales y a tratamientos integrales hormonales para adecuar su cuerpo, incluida su genitalidad, a su identidad de género. Todas estas prestaciones de salud quedaron incluidas en el Plan Médico Obligatorio, por lo cual deben ser cubiertas por los prestadores estatales y privados y por las obras sociales.
Un sondeo de Livra.com realizado en el año 2012 entre 2.022 personas de todo el territorio nacional concluyó que el 55% de los encuestados apoya esta medida, considerada la más progresista del mundo.
El 45% respondió que esta legislación ayuda a respetar la integridad de las personas.

Nuevos formatos, nuevas familias
Si nos preguntamos cuáles son los distintos formatos de familias hoy, la respuesta inmediata es: “Más que los imaginables”. Niños nacidos de parejas heterosexuales en uniones matrimoniales. Niños nacidos de parejas heterosexuales en uniones de hecho estables. Niños nacidos de matrimonios previos o de parejas de hecho pero que ahora crecen en una familia uniparental o en una familia ensamblada. Niños de padres o madres solteros. Niños adoptados por una familia. Niños nacidos de parejas heterosexuales mediante la inseminación artificial de un donante. Niños nacidos de parejas lesbianas a través de inseminación artificial de un donante. Niños nacidos de los gametos –semen y óvulo– de una pareja a través de la fecundación in vitro y la transferencia del em­brión. Niños nacidos de los gametos de donantes, o de los embriones de donantes mediante la fecundación in vitro y la transferencia del embrión. Niños nacidos de gestación por sustitución, donde la madre social y biológica contribuye con su óvulo y al nacer el niño cede su papel de madre social a otra mujer. Niños nacidos del aporte de los gametos por parte de los padres genéticos y de crianza que recurren a la fertilización in vitro para la formación del embrión, transferido luego a una mujer que lo gestará y, tras el nacimiento, lo entregará a los padres genéticos.
En esta policromía de formatos familiares, sin lugar a dudas los más controvertidos son las familias con niños nacidos de parejas de lesbianas –a través de inseminación artificial de un donante en una de ellas y de la posterior adopción legal por parte de la otra–, y las familias con niños de parejas de gays –a través de la inseminación artificial del esperma de uno de los miembros de la pareja en el útero de una mujer que será la madre genética y gestante, quien renuncia a su crianza, que estará a cargo de la pareja homoparental, cuyos integrantes serán los padres sociales.
En cualquier caso, la incorporación de nuevos formatos familiares cuestiona el concepto mismo de filiación pues, tal como observa la antropóloga francesa Françoise Héritier, “la paradoja de los métodos nuevos de procreación consiste en que permiten reivindicar simultáneamente, en ciertos casos, la preeminencia de lo genético, y en otros casos, la del vínculo social”. Si bien los enfoques genéticos son los más familiares, la voluntad procreacional –que separa la biología del deseo, pues éste ya no está anudado a la reproducción biológica– ha servido de fundamento jurídico de legitimación de las parentalidades alternativas.
Reconociéndose el uso de las nuevas tecnologías biomédicas, la Ley de Reproducción Asistida promulgada el 19 de julio de 2013 se inscribió en el marco de la ampliación de derechos que caracterizó los cambios impulsados por el gobierno nacional, contemplando los derechos de toda persona a la parentalidad –paternidad o maternidad– y a formar una familia. La norma establece que tienen derecho a las prestaciones de reproducción médicamente asistida todas las personas, mayores de edad, sin discriminación o exclusión deudora de su orientación sexual o de su estado civil.
El estudio del Cedop de la Universidad de Buenos Aires –llevado a cabo antes de la promulgación de la ley– concluyó que, mientras el 56% percibió negativamente la adopción de niños por parejas homosexuales, el 34% la percibió positivamente. Pero en este punto se debe hacer una salvedad: la mayoría de las parejas del mismo sexo, de hecho, no adoptan niños sino que recurren a la donación de semen –en el caso de parejas de lesbianas– o de óvulos, como sucede en las parejas de gays que necesitan de una madre gestante (que puede ser la misma que suministró el óvulo) para formar una familia homoparental. De allí que el encuestado que aceptó la adopción tradicional (tal vez partiendo de la premisa de que es mejor para un niño ser criado en una familia que en un albergue institucional, los antiguos “hogares”) podría no haber estado de acuerdo con traer un niño al mundo en estos nuevos formatos.

Embanderados por la inclusión
Algunas de estas normas, como tantas otras de los últimos años, fueron sancionadas expeditivamente. Facilitadas por intereses políticos ajenos al contenido intrínseco de las leyes, fueron impulsadas por grupos de presión que, alentados por el lema de la “inclusión”, lograron su promulgación sin el amplio e imprescindible debate de la sociedad civil.
Los defensores de estas leyes sostienen, certeramente, que varios colectivos recuperaron la condición de ciudadanía, con normas que reparan las vulneraciones de derechos padecidas a través de décadas. Sin embargo, la inclusión no implica el borramiento de las diferencias que atraviesan en la sociedad como un todo. Y cuando se habla de inclusión en oposición a exclusión, se anula el reconocimiento de la diversidad.
Por una parte, estas leyes legalizaron prácticas ya instaladas y reclamadas por sectores específicos de la sociedad. Por otra, la construcción de sentido fue forjada por las reivindicaciones de ONGs que lanzaron sus proclamas, influyendo en una opinión pública que, las más de las veces, escuchaba una sola voz. Estas transformaciones radicales, sin embargo, serán el legado a las próximas generaciones que resultarán de esta revolución cultural. Esas generaciones que nos responderán los interrogantes cuyas respuestas, por el momento, sólo pueden ser avizoradas en el horizonte