La reciente Asamblea de la OEA realizada en Cancún puso en evidencia una serie de hechos significativos para el futuro destino de la región al fracasar la aprobación de la aplicación de la Carta Democrática Interamericana a Venezuela y al diluirse la posibilidad una condena unánime de sus miembros al régimen dictatorial de Maduro.
En primer lugar mostró la cada vez más disminuida capacidad de los Estados Unidos en conducir algún tipo de iniciativa hemisférica que responda a su eventual agenda regional. De hecho, evidenció tanto el debilitamiento del liderazgo hegemónico estadounidense en el ámbito hemisférico en general y en la OEA en particular, como su dificultad para influir sobre las posiciones de aliados tradicionales como los países caribeños. En este contexto, la ausencia del Secretario de Estado Tillerson fue especialmente llamativa.
En segundo lugar, pese al debilitamiento de la alianza bolivariana, puso en evidencia la fragmentación de la región y las dificultades para articular una agenda común basada en valores compartidos y refrendados por la CDI como la democracia, el estado de derecho y la defensa de los derechos humanos.
En el marco de esta fragmentación, es fácil atribuir la posición de la mayoría de los países miembros de la CARICOM a intereses específicos – la asistencia petrolera que reciben, especialmente los estados insulares más pequeños, a través de Petrocaribe o, en el peor de los casos, la corrupción que vincula a algunos gobiernos de las islas del Caribe Oriental, paso eventual del narcotráfico hacia Europa, con socios venezolanos. Sin embargo, estas percepciones son incompletas y limitadas.
Existen otras razones que explican su posición en el debate en la OEA. Por un lado, son estados insulares que, de forma similar a otros de la subregión, desde su independencia de Gran Bretaña han buscado sistemáticamente algún nicho de asistencia y cooperación externa que los haga viables. Por otra parte, son estados que históricamente mantienen una estrecha relación con Cuba, cuya influencia en el ámbito del Caribe, antes y después de la invasión estadounidense a Granada en 1983, nunca dejó de estar presente. Y finalmente existe un componente étnico y cultural en sociedades predominantemente afro-anglófonas que resulta difícilmente comprensible para muchos latinoamericanos –– el tema racial articulado con una percepción de superioridad cultural heredada de los británicos que, con frecuencia, pesan de una manera determinante en sus alineaciones políticas internacionales y que, en décadas anteriores, proyectó a algunos de los intelectuales y líderes más destacados del Poder Negro.
Antes de la llegada de Chávez a la presidencia, la pregunta reiterada de los caribeños anglófonos era porque no había un presidente negro en América Latina siendo que sociedades como la venezolana tenían un alto componente de población afro-descendiente.
Estas percepciones – más allá del hecho concreto de la asistencia petrolera canalizada a través de Petrocaribe y de los presuntos vínculos con el narcotráfico, que con frecuencia condicionan la supervivencia de algunos de los estados insulares más pequeños – han contribuido a hacer funcionar al bloque de los países de la CARICOM como un elemento de peso numérico no sólo en la OEA sino también en otros foros regionales e internacionales. La decisión de la CELAC de ampliar su conducción a una troika de países + uno (caribeño), es una patente prueba de ello y del peso que representan los miembros de la CARICOM en función de la coordinación de sus políticas exteriores.
Frente a ese peso, en la reciente Asamblea de la OEA y en las reuniones preliminares que intentaron construir un consenso en torno a una posición crítica frente a la crisis humanitaria y política que enfrenta el gobierno de Maduro, los 20 votos de los países de América del Norte, Centroamérica y América del Sur, no lograron alcanzar el objetivo de iniciar algún tipo de sanciones, así fueren de orden moral y simbólico, al régimen dictatorial – en pleno desarrollo – de la República Bolivariana de Venezuela, ni de frenar la iniciativa gubernamental de convocar, sin consulta popular previa, una Asamblea Constituyente espuria y hecha a la medida de la consolidación de este régimen, en pleno desacato a la Constitución aprobada en 1999.
*Analista internacional y Presidente Ejecutivo de CRIES.