Tuve que salir –¡con este frío!– a pagar tasas e impuestos. Menos mal que una tiene a una cuadra una de esas oficinas desangeladas en las que hay tres ventanillas donde se paga de todo, desde la tarjeta de crédito hasta la obra social pasando por el impuesto municipal (perdón, la tasa: la Municipalidad no puede cobrar impuestos), el provincial, el nacional y supongo que también el intergaláctico. Pero a pesar de la poca distancia, el disgusto es el mismo: hace frío (creo que ya lo dije pero es uno de mis temas preferidos y lo será hasta el 21 de septiembre) y le sacan a una la guita sin elegancia ni remordimiento. No hay derecho. Si por lo menos se sintieran culpables… pero no, ni ese mínimo goce nos permiten. Momento en el que una se pone a pensar en la historia de la humanidad y sabe con toda seguridad que recaudadores de impuestos ha habido siempre y que siempre han despertado los mismos sentimientos de rencor, miedo, sospecha, animosidad, rabia, enojo, y no sigo porque los sinónimos y los casi sinónimos son multitud y el espacio es tirano y todo eso. La señorita que me atendió es muy mona y muy amable y sonriente y hasta hizo comentarios sobre el frío, la escarcha, la helada, la posibilidad de la nieve etcétera. Ya sé: ella no tiene la culpa. El que puso la oficina, tampoco. Pero alguien hay en la cadena hacia arriba, alguien hay que tiene el aspecto clásico del recaudador de impuestos medieval: flaco, huesudo, nariz prominente, mentón huidizo, ojitos chiquitos y legañosos, hirsutos pelos en las orejas, cuello de pavo mal alimentado, barba de tres días, ropa horrible vieja oscura y llena de manchas y ni hablemos de las manos, que parecen garras. ¿Cómo que no? Seguro que sí, seguro que es así. Mucha globalización, mucho marketing, pero la tradición no puede jugarme esa mala pasada e ir en contra de mis más profundos y amados rencores. Seguro que alguien hay ahí arriba que más parece un duende maligno que un señor que anda por los bancos y las embajadas y los salones perfumados. ¿Se acuerda de La marca del Zorro? Me refiero a la película aquélla, la de Tyrone Power y Linda Darnell, ¿se acuerda? ¿Se acuerda del malo? Bueno, baje un poquito y piense en el recaudador de impuestos, ese que castigaba con un látigo a los pobres chacareros que no pagaban. Tal cual. Yo me siento así, no como el recaudador sino como el pobre chacarero. Aquí viene la parte político-práctica del asunto, atención. ¿Usted sabe adónde van sus impuestos? Yo tampoco pero lo sospecho cuando veo que las escuelas se vienen abajo, que las rutas están hechas pomada, que de los hospitales modelo que se anunciaron hace años lo único que hay es un baldío, que cada día hay más chicos en la calle y adultos que viven en las plazas, que los remedios oncológicos y contra el VIH tardan en llegar si es que llegan algún día, que municipios que podrían funcionar con trescientos empleados no dan abasto con tres mil, que todo hay que hacerlo por izquierda (entre cincuenta y cuatrocientos pesos, le aviso), si usted quiere que se haga, y que el flaco de los pelos en las orejas se compra un Mercedes con manijas de oro. Tocan el timbre: debe ser el del látigo.