“Los italianos dicen que la vida es tan dura que el hombre debe tener dos padres que velen por él; por eso todos tienen un padrino.”
Robert Duvall como Tom Hagen, consigliere de los Corleone. El Padrino (1972), de Francis Coppola.
Como piolas no nos gana nadie. Somos tan vivos, que siempre nos damos cuenta de todo. Acá gana el caballo del comisario. Por eso, compatriotas, bien sabemos lo conveniente que es andar por la vida debajo de un amplio paraguas protector; un dogma indiscutible y adaptable, una guía espiritual, un sistema poderoso que nos ampare y recicle. Hay que tener a mano algún amigo con chapa; vías de escape rápidas (Ezeiza, el Senado, testaferros; cosas así), disponer de ahorritos en bancos de afuera o una red resistente que nos salve del porrazo si nos caemos entre voltereta y voltereta. Este país no perdona, así que mucho cuidado. El que se duerme puede pasar de cocodrilo a cartera en menos de una noche después de retozar entre tibias y suaves sábanas, dicho esto con todo respeto, sin dobles intenciones. Con onda, lo digo.
Apuntalar el talento propio con una buena banca es un asunto tan viejo como el mundo y eso lo saben todos, algunos mejor que otros. Lo supo, por ejemplo, Susan Alexander, la horrible cantante a la que Orson Wells, en la piel de Charles Foster Kane –El ciudadano (1941)–, quiso convertir en estrella a cualquier precio. También el generoso Ramón Díaz, astuto para multiplicar su renta y sumar amigos incondicionales que lo celebren en su constante devenir; el genial Hegel, que hizo coincidir su Espíritu Absoluto con la Prusia de Federico Guillermo III; los productores que debieron darle sí o sí a Sinatra el papel que soñaba –El hombre del brazo de oro (1955)–; y el brillante Lewis Hamilton, niño mimado de Ron Denis, para desgracia de los que quieran correr en McLaren.
Tampoco ignora estas cuestiones el inconmovible Julio De Vido, protegido de Kirchner y viceversa. Mucho menos Nazarena, que cambió a Sofovich por Garbellano; ni la pobre Picolotti, seducida y abandonada ahora que, además, cortaron puentes con su amigo Alberto F. Asegurarse un buen Padrino en ésta nuestra Little Italy no asegura la felicidad pero... calma los nervios. ¡Brando tiene razón, ragazzi!
Boca, San Lorenzo, Tigre; estos simpáticos e irregulares equipos que hoy pelean por el Apertura tienen algo muy importante en común, además de los colores azulgrana y el apodo “Matadores” para unos, y tres técnicos que ya fueron campeones en distintos roles con Boca en lucha por otro título. A cada uno lo sostiene un hombre del poder. Son los clubes de Mauricio Macri, Marcelo Tinelli y Sergio Massa, jefe de Gabinete. Tienen su respaldo: anímico, moral, económico, espiritual, ontológico, lo que sea. Por algo llegaron tan arriba, dirán muchos y yo también, ahora. Esa pasión nuestra por ganar... Ganar todo. Ganar mucho. Ganar, siempre.
Si algo no le falta a Macri es perseverancia. Con Vélez, el River ramónico o en segunda vuelta con Ibarra –Aníbal, no el amigo oficial de su enganche melancólico–, empezó perdiendo feo. Pero finalmente se quedó con todo. Las Copas primero, el sillón de Lord Mayor después. Nos guste o no, este Boca hegemónico, capaz de seguir en ganador pese a internas, peleas de cuarta, muertes, ausencias o lesiones graves, es su obra. Ahí están, aún con Ischia, mirando todo desde arriba. Sólo algún nuevo bache traicionero o el tenso enfrentamiento con los maestros –Riquelme contra Palermo, que de eso hablo– podrían detener esa marcha furiosa hacia el éxito. Veremos, dijo Stevie Wonder, puso primera y aceleró a fondo.
Sergio Massa es joven, pintón, tiene una linda mujer y una sonrisa que vale un millón, como decía Pepe Lectoure de Justo Suárez, el Torito de Mataderos. Su vertiginosa carrera política fue de la mano con el ascenso del club de sus amores, Tigre, que pasó de la B Metropolitana a pelear el torneo de Primera en un ratito. A veces, la vida nos da el privilegio de estar en el momento y el lugar indicados. Su club se arriesgó apostando por el joven Cagna y mejor no le pudo haber ido, por más que su mejor jugador, el hasta ayer desconocido Morel, sea un descubrimiento de Caruso Lombardi, el técnico con mejor ojo y peor cabeza de la comarca. Ahora se topará de frente con los capos de las grandes ligas. Deberá demostrar para qué está realmente, más allá de la sorpresa.
El poder de Marcelo Tinelli es real, no formal. Hace años que monopoliza el rating, impone agenda, gana fortunas y la multiplica dándole trabajo y oportunidades a una enorme masa de vedettes, locutores, cronistas, técnicos, coreógrafos, entrenadores, jugadores y empresarios. A esta altura, no se sabe si Tinelli es más hincha de San Lorenzo, que San Lorenzo fan de Tinelli. No importa. El hombre quiere dar una mano y eso está muy bien. De todos modos, la historia manda. Todavía es más el recuerdo de próceres como Farro, Pontoni y Martino que el peladito aquel que le hacía ¡ossso! a los que estiraban el brazo para saludarlo. Menos mal.
Es notable pero hoy, en lugar de analizar el potencial de cada equipo, las mayorías futboleras pierden el sueño pensando quién ayudará “mejor” a quién. Entran en el guión los que tienen deudas morales, los que tienen deudas a secas; los que viven felices pero quieren ser más felices todavía, como niños ricos de Menem. En fin. Valijas, versos, sobres, sugerencias, viejos compromisos, aprietes, autocensura, promesas de compraventas, dedazos, honestos ofendidos, cholulismo agudo, fair play, casualidades. Todo es posible, acá.
Eso sí; el campeón será el mejor, como siempre. Y chau.