Había oído hablar del libro, pero no me imaginé que sería traducido al castellano. Un día, sin embargo, me lo encontré en la mesa de novedades. Me refiero a Burgueses y soldados, primer tomo de los cuatro que componen Noviembre de 1918, de Alfred Döblin. La fama de Döblin (1878-1957) proviene mayormente de Berlin Alexanderplatz, la extraordinaria e improbable mezcla entre Joyce y Dos Passos llevada al cine por Rainer W. Fassbinder. Berlín Alexanderplatz es de 1929, y aunque se limita a acompañar a su infortunado héroe, Franz Biberkopf, por la capital alemana y seguirlo en sus vaivenes de marginal a proletario, de desocupado a delincuente, de comunista a nacionalsocialista, es una obra de anticipación política y social que Fassbinder colocaría en el centro de su sistema cinematográfico como respuesta a una pregunta central: ¿cómo se deviene nazi?
Noviembre de 1918 lleva como subtítulo Una revolución alemana, que es la de los espartaquistas, el ala radical de los socialdemócratas encabezada por Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. A ellos está dedicado Karl y Rosa, el último volumen de la novela, que Döblin terminó alrededor de 1943, durante su exilio en California. Pero Bürger und Soldaten (que en inglés se tradujo como Soldiers and Citizens) es de 1937, cuando la Segunda Guerra ya era irreversible. Menos sofisticado, menos formalmente vanguardista que Berlin Alexanderplatz, el libro es de una vivacidad comparable y está marcado por la desesperación. Para Döblin, atravesado además por una crisis religiosa que llevaría a su conversión al catolicismo, había que remontarse al momento en que terminó la Primera Guerra para entender a Hitler como la continuidad de lo ocurrido entonces.
Burgueses y soldados no es un libro sobre teoría política, aunque la fuerza y la actualidad de su prosa provienen en buena medida de la verosimilitud con la que los personajes ocupan el espectro de las posiciones ideológicas el día en que termina la guerra. Döblin está lejos de ser esquemático y, en lugar de plantear una alternativa correcta contra las otras, empieza por situar la acción en Alsacia, territorio anexado por los prusianos después de la guerra de 1870 y a punto de ser devuelto a Francia. Es el lugar perfecto para que se crucen varias contradicciones: la lealtad nacional a uno u otro país, el deseo de la revolución contra el de paz y orden, la moderación o la radicalidad en política, la voluntad de perdonar contra la de perseguir. Estas contradicciones atraviesan tanto a los independentistas alsacianos como a los socialistas y tienen en los nacionalistas la prueba más evidente de que la guerra habrá de reanudarse.
Döblin incluye entre sus personajes a Maurice Barrès, el ultranacionalista católico que propone arrasar a la Alemania vencida desde estas frases proféticas: “El alemán no es un demócrata. El castillo del Diablo ha caído pero el Diablo no se ha marchado. Durante los próximos veinte años, su país será incapaz de hacernos daño. Pero al cabo de veinte años volverá a levantarse”. Desde la otra trinchera, Ernst Jünger formularía la misma profecía en Tempestades de acero, otro libro fundamental sobre la Gran Guerra, que terminaba con esta frase: “Aunque la violencia del exterior y la barbarie del interior se amontonen formando oscuras nubes, mientras en la oscuridad brillen y flameen las espadas habrá que decir: ‘Alemania está viva, Alemania no perecerá’”. Barrès murió en 1926 sin ver cómo muchos de sus discípulos se transformaron en colaboracionistas y Jünger decidió en 1936 quitar de su libro toda alusión patriótica que pudiera beneficiar a Hitler. Döblin, en cambio, vio clara la oscuridad de la Historia y mostró que la literatura era hace un siglo un buen antídoto contra las ideas simples.