COLUMNISTAS

La otra historia

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Para los adictos que extrañan Doctor House en las vacaciones hay una solución perfecta: llevarse a la playa el último libro del historiador italiano Carlo Ginzburg (El hilo y las huellas; lo verdadero, lo falso, lo ficticio, FCE, 2010). Ginzburg nació en Turín en 1939. Es hijo de un militante muerto en una cárcel nazi y de la escritora Natalia Ginzburg, que le contaba cuentos campesinos de monstruos y aparecidos para dormir. Tal vez por eso sus primeros trabajos parten de ciertos procesos por brujería durante la Inquisición. De ellos fue rescatando las voces ocultas que alumbraron su original concepción de la historia.

Los quince capítulos que componen El hilo y las huellas recorren las polémicas de la disciplina mientras tejen una vasta red de relaciones artísticas y filosóficas. Seguir los razonamientos de Ginzburg es un placer sofisticado, lleno de sorpresas. Sus ideas representan una alternativa fecunda frente al hermetismo académico y la divulgación edificante, que son las caras que la historia suele ofrecer al público. Como en House, lo que articula el trabajo de Ginzburg es la obsesión por la diferencia. En la serie siempre hay un paciente con una enfermedad rara, cuyo diagnóstico se logra establecer a partir de la atención al detalle, a la anomalía que en primera instancia escapa de la observación. Más que la cínica simpatía del protagonista y de las cuestiones éticas o sentimentales que cada capítulo plantea, lo que en verdad sostiene House es el hilo que parte de una huella imperceptible. Así como el pensamiento rutinario y la burocracia médica dificultan la detección de una singularidad y por lo tanto la cura, los preconceptos de la historiografía a lo largo de las épocas suelen sepultar lo que el caso que se aparta de la norma tiene para decirnos, para iluminar su tiempo incorporando la voz de los oprimidos. El efecto de poner de manifiesto lo singular –que se distingue y se opone tanto a lo trivial como a lo estadístico– es que el pasado vuelve a estar en movimiento en lugar de quedar congelado por un saber definitivo.

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Opuesto simultáneamente al relativismo posmoderno –que desprecia la verdad histórica en nombre de la autonomía del relato– como a las teorías estructurales –que tienden a eliminar lo que no se deduce de reglas generales, como lo ilustra el debate con Eric Hobsbawm–, el sistema de Ginzburg parte de una intuición de Tolstoi: que la descripción de una situación histórica no es verdadera si no se conoce la participación de cada uno de sus actores. Así advierte que la historia deja lagunas y que el modo habitual de evitarlas es una narración que las rellena, que aplana el terreno mediante falsedades o generalizaciones. La alternativa es que cada investigación diseñe sus propios métodos y que la exposición incorpore sus propias dificultades, dé cuenta de sus incertidumbres y se vuelva así moderna. Después de Joyce, Proust, Musil, dice Ginzburg, “la relación entre quien narra y la realidad se muestra más incierta, más problemática”. Sus interlocutores son artistas y pensadores de todas las épocas y el libro –que habla de temas tan diversos como el origen de los Protocolos de los sabios de Sión o las teorías cinematográficas de Siegfried Kracauer– es un viaje hacia la resignificación de la historia, pero también de la cultura.

Según Ginzburg, su trabajo parte de lo que llama “la euforia de la ignorancia”, “la sensación de no saber nada y estar a punto de empezar a aprender algo”. House y sus espectadores sienten algo parecido frente a la aparición de una dolencia inexplicable. Pero a diferencia de las series sobre patólogos, el paciente que la padece está vivo: eso complica todo pero lo hace más interesante. Lo mismo ocurre con la historia que propone Ginzburg.