Me llama una amiga por teléfono y me dice: “Contame algo”. Es un pedido amable, el inicio de una conversación. Pero pedidos como ése no hacen sino denunciar los límites de una ocupación. No recuerdo nada, no puedo sacar nada de la galera; por otra parte, a la vez abomino de y envidio a los escritores dotados de imaginación. Lo único que puedo decirle es que acabo de leer en internet que Cristina mencionó, al parecer como un logro, que en las villas mucha gente tiene DirecTV. Mi amiga es peronista histórica y kirchnerista de época, es decir cristinista, por lo que, como un supositorio mal colocado, aflora de mi alma el enojo y le menciono la noticia y estoy a punto de empezar a soltar pestes contra el populismo y el clientelismo que cree en las cauterizaciones y no en la transformación. La frase que queda colgada en mi boca –¡pedirme un cuento a mí, agarrarme in fraganti en pleno vacío del relato!– empieza a hilvanar las afectaciones de Cristina, en citas no textuales (“estamos en Harvard, no en la Matanza”, “me encantaría estar en Venecia, pero no, estoy en Tecnópolis”, “los maestros trabajan nueve meses por año”); mientras voy enhebrando en la mente estas perlas de oralidad, me acuerdo de mi maestra de primer grado –la asociación nítida es Cristina como maestra ciruela–, la del puntero que golpeaba alevoso el borde de los pupitres, sobresaltando almas. Esa maestra, cuyo nombre he olvidado, despotricaba contra los pobres que tenían plata para el vino y para autos pero no para salir de la villa. El terror del gesto y del discurso me volvió buen alumno durante ese ciclo lectivo, pero mi solidaridad siempre estuvo con aquellos desheredados de la tierra, que se afanaban por alguna clase de bienestar, porque el bienestar es un concepto de clase. Una vez, a otra amiga, ésta brasileña y diplomática, Lula, siendo presidente, le mostró orgulloso la corbata de pura seda italiana que iba a lucir en un encuentro internacional. Mi amiga (o alguien de la corte) le dijo: “Pero presidente, ¡usted es obrero!”. Y Lula se rió y le contestó: “¡Por eso! ¡A nosotros los obreros nos gusta el lujo! Es a los intelectuales a quienes no…”.
En ese punto de concierto barroco asociativo, mi amiga del teléfono me dice: “¿Pero qué leés de lo que leíste?”. El interrogante me paralizó. Al no haber visto ni escuchado el discurso de Cristina, lo dicho por ésta debió de aparecer tamizado por el lugar en que se lo reproducía y editaba. De hecho, uno de los milagros del conflicto entre el Gobierno y los medios es la desaparición del mito de la objetividad y la explosión del punto de vista como recurso narrativo básico. Todos nos hemos vuelto discípulos de Henry James. Esa disolución de toda realidad dada, más que una vuelta al idealismo, impone de nuevo la percepción de una evidencia: que nada podemos saber a ciencia cierta, que nos movemos en un universo donde lo real es sólo una estrella más, perdida en la suma de otras estrellas.