Mi amigo John Contrailer es un cinéfilo capaz de ver muchas películas por semana y al que no le importa pasar largas horas en un cine. ¿Seis horas? Vamos para adelante. ¿Mil horas, como la canción de Andrés y La flor, del Dogo Llinás? ¡Mejor! La cinefilia es una patología. Conozco gente que tiene esta enfermedad y la cultiva sin llegar al extremo de, por ejemplo, Philip Lopate, el crítico yanqui que en un momento de su cinefilia acérrima se suicidó y lo salvaron (Recomiendo: Totalmente, tiernamente, trágicamente, una recopilación de sus ensayos que editó la UDP y que tiene una crítica feroz a David Linch como pocas veces leí). Me especialicé en
criticar trailers, para no tener que ver toda la película entera. Y me di cuenta –cuando ocasionalmente sí veía el film– que los trailers muy buenos daban, paradójicamente, películas malas. ¿Por qué? Con John sacamos la conclusión de que en el trailer se pone todo lo que la película habla de más, las partes que intentan seducir al público. Las grandes películas tienen menos de esos momentos, en realidad, es difícil desmembrarlas (las podés copiar en trozos, como hace Iñárritu con escenas de Tarkovski, pero solo eso). También soportan el spoiler. Las malas no. Si sabés que el nenito de Bruce Willis ve gente muerta antes de entrar al cine, la peli pierde por goleada. Lo mismo pasa en El juego de las lágrimas con la identidad del travesti, que durante casi todo el film pensamos que es mujer. Las personas que te gritan: “¡No me digas nada que la voy a ver!” son insufribles.