COLUMNISTAS
A 35 AOS DEL HURACAN CAMPEON Y LA INCREIBLE UTOPIA

La pequeña revolución del ’73

Huracán usaba poca partitura. Tocaba el tema principal, y a improvisar. Era jazz. La base sostenía el fraseo de los virtuosos y el concierto duraba 90 minutos. Nada de dixie: eran bebop, o free; y si la cosa daba, hasta blues y rock and roll.

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“Sólo son bellos los cuadros de la vida si los alumbra y refleja el espejo de la poesía, sobre todo en la juventud, cuando no hemos aprendido aún a vivir y no sabemos qué es la vida.”

Arthur Schopenhauer (1788-1860)

Ese largo año empezó con Lanusse y terminó con Perón, literalmente. En el medio hubo de todo. Cámpora al gobierno, las cárceles abiertas, Galimberti echado por pretender armar milicias populares, el Ejército y la Juventud Peronista organizando juntos el Operativo Dorrego para ayudar a los inundados; la masacre de Ezeiza, el ERP que copó el comando Sanidad y pasó a la clandestinidad, la renuncia del Tío y nuevas elecciones, Lastiri y sus 300 corbatas, la sangrienta Triple A de Lopecito; Perón-Perón por paliza, el Pacto Social de Gelbard, el asesinato de Rucci, el clima cada vez más espeso. Ay.

En la radio empezaba a sonar Canción para mi muerte, de Sui Generis, un dúo nuevo liderado por un chico de lentes de apellido García. A falta de Almendra, Spinetta era Pescado Rabioso; Edelmiro, Color Humano y Emilio, Aquelarre. Manal terminó en La Pesada y el Carpo en su Pappo’s Blues. La gente miraba Los Campanelli los domingos al mediodía, y los martes a la noche Rolando Rivas, taxista, con García Satur y Solita Silveyra. Los jugadores manejaban deslumbrantes Torinos 380-W con franjas deportivas, Luis Sandrini su Rolls Royce amarillo y Carlos Reutemann un Brabham de Fórmula 1. Las chicas de tapa de Gente eran Susana Giménez, Pata Villanueva, Graciela Alfano o Teté Coustarot, pero yo me babeaba por Chunchuna. Se usaban pantalones pata de elefante, plataforma para las chicas, sacos con solapa ancha y patillas, Africa-look, vinchas, collares y pulseras de Plaza Francia. En el bar La Paz, y a lo largo de la calle Corrientes, se discutían las mil formas de hacer la revolución. El sexo –¡maldición!–; eso sí era difícil.

En medio de todo ese maravilloso caos, aparecieron ellos. Yo era chiquito pero los vi. Once futbolistas dirigidos por César Menotti –un 8 de escasa movilidad que había jugado en Central, Racing, Boca y en el Santos de Pelé y que le pegaba con un fierro– que llegaban decididos a acabar con el reinado del ultrapagmático San Lorenzo del Toto Lorenzo. Un equipo, ese de Huracán 1973, capaz de convencer a cualquiera de que el fútbol sólo es placer, un hecho artístico, un compromiso estético. Para demostrarlo... las hacía todas.

Su bandera era un flaquito medio enclenque llegado de la villa del Bajo Belgrano al que apodaron rápidamente “Hueso”. René Houseman tenía 18 años y parecía no tener articulaciones. Corría por derecha –o por izquierda– con la pelota pegada al pie, a toda velocidad y a centímetros de la raya de cal; frenaba, amagaba ir hacia adentro, corregía y enganchaba para aparecer, inevitablemente, a las espaldas de su marcador. Lo hacía, lo repetía. Era imposible pararlo. Le pegaba con las dos, sabía cabecear aunque era bajito, sus centros eran mortíferos, metía goles. Tenía mucho de Corbatta y de Garrincha, algo de Bernao, hasta de George Best. Una especie de Orteguita en sus mejores momentos, pero todo el tiempo.

Maravilló a Europa en el Mundial de Alemania y apenas le alcanzó para jugar un poco en el ’78, y alzar la Copa. Después, fue una lenta pendiente. Nunca aceptó irse lejos de su barrio y sus amigos. Pudo ser Maradona antes que Maradona, pero no lo dejó el alcohol. Le decían, claro, el Loco. Era genial.

Miguel Brindisi jugaba por derecha y le pegaba como los dioses; un crack que llegó a convertir más de 200 goles en primera. Babington era su espejo por izquierda, un exquisito. Omar Larrosa ayudaba en la marca al volante central, Fatiga Russo, aunque también anotaba seguido. Roque Avallay, el punta, rapidísimo pero algo atolondrado, al lado de ellos parecía Di Stéfano. La defensa se sostenía en la firmeza del Coco Basile y Chabay, que venían de ganarlo todo en el Racing de José, con el Lobo Carrascosa, serio, concentrado, una fiera marcando el costado izquierdo. El arquero Roganti y el central Buglione cumplían siempre. Todos ellos ganaron ese torneo Metropolitano al galope, con una extraña facilidad: goleando. Fue un equipo digno de su tiempo. Una idea noble pero medio imposible; el defender la causa aun por sobre la realidad misma, con más inocencia que pureza. Una escuela intransferible: para jugar así había que ser ellos, sencillamente.

Hablando en números, ¿cómo se plantaba ese insólito equipo que salía con cinco delanteros: Houseman, Brindisi, Avallay, Babington y Larrosa? ¿Era eso un suicida 4-1-5? ¿Estaban todos realmente locos en los setenta? Puede ser. Ambas cosas, digo. Pero aquella zaga dura presionaba mucho y bien, Russo era ayudado por Larrosa, que se corría todo; Babington se ofrecía por izquierda; Brindisi por derecha junto al Loco y hasta Avallay bajaba a tocar. Se las rebuscaban para que el contrario no los llevara nunca por delante. No eran aluvionales como el Racing del ’66, ni siquiera tan exactos como Los Matadores del ’68, ni mucho menos estratégicos como el Estudiantes de Zubeldía. Huracán usaba poca partitura. Tocaba el tema principal, y a improvisar. Era jazz. La base sostenía el fraseo de los virtuosos y el concierto duraba 90 minutos. Nada de dixie: eran bebop, o free; y si la cosa daba, hasta blues y rock and roll. Era un grupo de estrafalarios partisanos jugando a la guerra, pura sonrisa y una rosa en lugar de fusil. Gente un poco loca.

Duraron poco, es cierto; pero fue hermoso mientras duró. Así eran las cosas con todo lo bueno, amigos míos, en aquellos impiadosos tiempos de plomo y sueños rotos.