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veranos

La playa

Cada tarde en la playa cuando cae el sol, empieza el éxodo. Los playeros se retiran cruzando el médano en fila india con un aire de refugiados de guerra que cruzan la frontera, familias completas caminando, uno tras otro, cansados, derrotados por el sol y el mar, transfigurados por la sal, por el viento, con serios problemas de peinado, tropezando con pareos y ojotas que se salen, acarreando sus bártulos infinitos, rezagados, con una fatiga que dan ganas de ayudarlos.

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Cada tarde en la playa cuando cae el sol, empieza el éxodo. Los playeros se retiran cruzando el médano en fila india con un aire de refugiados de guerra que cruzan la frontera, familias completas caminando, uno tras otro, cansados, derrotados por el sol y el mar, transfigurados por la sal, por el viento, con serios problemas de peinado, tropezando con pareos y ojotas que se salen, acarreando sus bártulos infinitos, rezagados, con una fatiga que dan ganas de ayudarlos. Se termina el día y queda detrás la playa vacía. Es interesante pasearse a esa hora por la orilla, esa hora medio melancólica del atardecer. Por algo la canción de Serú Girán lo dice tan bien: “Quiero estar en la playa cuando se han ido los que cubren toda la arena con celofán”. Ahí está la larga extensión de arena escrita y sobre escrita con huellas que se pueden descifrar. Está la playa desierta pero con el día entero escrito en su espalda, las cicatrices, la multitud de pies, de suelas de zapatillas, zonas revueltas por partidos de fútbol, un tres contra tres, o un cabeza, huellas de perros, patitas de gaviota, rayas paralelas de reposeras, marcas de canchas de tejo, de paleta, en falsa escuadra, cortes, tajos en la arena, talones, letras de nombres, pedazos de corazones, castillos de arena abandonados a medio derruir, volcanes, canaletas, las huellas de las ruedas del pochoclero, los cuadrados de las heladeritas, los pocitos de las sombrillas, toda la actividad del día, la arena saturada de marcas, la temporada alta, el fantasma de la multitud presente en sus rastros, cuerpos estampados, rayones, pistas de autitos, pisadas y pisadas, de nenes, de mujeres, pasos, idas y venidas, la actividad infinita del descanso, el esparcimiento esparcido, el monograma humano y estridente de las vacaciones, el pentagrama del ocio agotador de la familia argentina que puede leerse y reproducirse hasta el más mínimo detalle, hasta que la marea de la noche, con lamidas cada vez más altas, más oscuras, lo borra, lo limpia, lo silencia, y pone la hoja en blanco para empezar todo otra vez mañana cuando amanezca.