Desde siempre, el cardenal Jorge Bergoglio se ha ocupado de incorporar el tema de la pobreza en la agenda económica y social. Pero desde que es el papa Francisco, la cuestión ha superado los ámbitos específicos, y en estos días, en los más diversos ambientes se habla de pobreza y desigualdad, lo que abre una nueva perspectiva muy auspiciosa.
La cuestión de la pobreza también ha estado presente en numerosos artículos míos en esta columna, desde el año 2007 en adelante. Mi preocupación por el tema no se basa exclusivamente en razones éticas y/o solidarias, sino también, porque pienso que es vital para el desarrollo nacional. La pobreza no es sólo un tema que afecta a los pobres, sino también al resto de la sociedad. Para ponerlo en términos más cotidianos: lo que hoy más nos diferencia de las sociedades desarrolladas donde se “vive bien” no son los aeropuertos, las autopistas o el desarrollo industrial o cultural, sino la estructura igualitaria de esas sociedades, y la consiguiente ausencia de pobreza extrema.
Pobreza, desarrollo humano y desigualdad no son lo mismo. El problema de la pobreza en general engloba los tres conceptos, y excede lo estrictamente económico. No se puede agotar la discusión en la evolución de un número; hay que profundizar en las condiciones sociales del sector afectado, y en la estructura moral de toda la sociedad.
La desigualdad es sumamente importante en el entendimiento de los fenómenos sociales que están sacudiendo al planeta en estos años. En una etapa de globalización de las comunicaciones, donde todos tienen acceso a conocer la calidad de vida de los que más tienen, la desigualdad genera frustraciones y a veces odio, que te expone a la droga y, consecuentemente, al delito. Esto no significa, me apresuro a afirmar, que los pobres sean más proclives a la delincuencia que los ricos. Pero igual de grave sería negar la bronca que genera entre los más pobres la creciente exhibición de riquezas, que muchas veces tiene relación con la corrupción y la especulación fácil, y muy pocas, con el trabajo productivo.
La pobreza de los países desarrollados está vinculada con el ciclo económico, y por eso su eliminación pasa por los estímulos fiscales al crecimiento económico.
En los países menos desarrollados y en los subdesarrollados encontramos pobreza extrema, o estructural, que no se elimina con la creación de empleos, porque los afectados no reúnen las condiciones para ser empleados en el sistema formal.
Por lo tanto, quedan desocupados, u ocupados informalmente, y eventualmente con alguna forma de asistencia gubernamental, pero siempre en la pobreza.
Son las familias donde los hijos no han visto nunca a sus padres trabajar formalmente, donde prevalecen los jóvenes que ni estudian ni trabajan, donde es muy frecuente el embarazo adolescente, y donde aparece la desnutrición infantil. Son las familias de las que escapan los hijos preadolescentes, porque viven hacinados, golpeados, y abusados. Y que salen a vivir en la calle en lugar de estar en la escuela. Y si están en la calle, tienen grandes posibilidades de caer en la droga, y casi siempre en la delincuencia.
En la Argentina este grupo alcanza a unos 8-10 millones de personas, que “viven” en los 2,5 millones de viviendas inadecuadas, según el propio Indec: duermen hacinados, carecen de un lugar donde compartir una merienda con los padres, o hacer los deberes escolares.
La educación pública es una herramienta formidable para la capacitación de los chicos y jóvenes de las clases media y media baja. Nunca es suficiente lo que se haga por recuperar la calidad y el alcance de la escuela pública.
Pero en el sector excluido, los menores llegan a las aulas con problemas de atención producto de su mala nutrición, y de la falta de una adecuada contención familiar. La deserción escolar se presenta como el principal problema, y la educación pública no logrará, aunque se la mejore, eliminar la pobreza extrema.
Es necesario volver a la caracterización de la vida en situación de pobreza extrema: no existe la familia tal como se la conoce en los demás estratos sociales. La madre muchas veces es una adolescente que está más para ir a recitales de rock, que para criar sus hijos, y no por desidia, sino por limitaciones culturales. Muchas veces son embarazos no deseados producto de la promiscuidad, el abuso de género y la ignorancia.
Una propuesta: más viviendas económicas. Una política complementaria a la educativa podría ser una masiva construcción de viviendas económicas. Recordemos que en casi todos los idiomas hay una relación entre las palabras familia, hogar, casa y vivienda. Podrá alguien argumentar que con la vivienda física no alcanza para construir la familia, pero sin la casa, no hay familia. Y si se debilita la familia, no hay autoridad paterna ni materna, y se prolonga el circuito de pobreza extrema. Las experiencias exitosas en el combate a la pobreza pasan por fortalecer el rol materno, en una vivienda digna.
Un programa de viviendas económicas ambicioso, no menos de 500 mil al año, parece inalcanzable, pero no lo es, si se lo encara con inteligencia y decisión política.
No debemos confundir el objetivo; este plan de construcción masiva de viviendas no es para reactivar la industria de la construcción. El objetivo debería tener 500.000 nuevos propietarios por año, con escrituras a su nombre, para empezar una vida mejor. Debemos ampliar la imaginación, y aceptar desde la autoconstrucción hasta la importación parcial o total de viviendas, si la oferta nacional no alcanza.
En segundo lugar, hay que entender que la vivienda no es un gasto, sino una inversión, y que una casa es un activo susceptible de ser una garantía financiera. La inversión en vivienda no desaparece. Suponiendo los costos actuales, medio millón de viviendas puede costar unos US$ 15.000 millones, o el 3% del PBI. Eso es mucho menos que los subsidios a la energía, que sí es un gasto no recuperable.
Tampoco es necesario regalar las viviendas económicas. Se puede aceptar un pago parcial en especie, trabajando en la construcción de la propia vivienda, como se ha hecho en Chile y en Brasil, y en muchos países asiáticos. Y se puede financiar el resto a cincuenta años, con cuotas indexadas al salario mínimo, con lo que una cuota, en el ejemplo mencionado, no superaría hoy los $ 600; menos de lo que se paga por alquilar una pieza en una villa. El monto de las hipotecas constituye un activo susceptible de ser “flotado” en el mercado financiero, y generar nuevo financiamiento para seguir construyendo nuevas viviendas.
En las villas urbanas, el problema no se resuelve ni con la topadora ni con la chequera. Hay que reconocer el derecho a la vivienda de sus pobladores, otorgarles los títulos, y exigirles que se organicen y se adapten a las normativas urbanas. Y que aporten el trabajo constructivo, mientras el Estado local aporta los materiales y la planificación.
La pobreza es entonces un problema de todos, que exige creatividad y sacrificio para su solución. Si además de trabajo y educación, iniciamos un ambicioso plan de viviendas, podemos en cinco años hacer un gran cambio. Todos vamos a estar mejor en una sociedad más igualitaria y
más solidaria.