Buena parte de la política democrática transcurre en las calles. En un hermoso libro, Hilda Sabato evocó ese costado de la vida pública porteña en la segunda mitad del siglo XIX, cuando la manifestación de los diferentes grupos concurría, junto con la prensa, a la construcción de la opinión. En el siglo XX, la política de masas aportó una segunda variedad: la calle y la plaza unánimes, aclamando y plebiscitando al líder, ungido en intérprete único de la voluntad popular.
En los años setenta, conocimos otra variedad. Las calles se convirtieron en espacios donde se dirimía la supremacía de distintos grupos peronistas, que debían demostrar ante un espectador y juez privilegiado, Juan Domingo Perón, quién era la auténtica expresión del pueblo peronista. Se trataba de ocupar espacios, ganar el mejor lugar para las pancartas, dominar en el duelo de consignas. Luego, esa competencia pasó a dirimirse por la fuerza, como el 20 de junio de 1973 en Ezeiza, y finalmente derivó en la lucha de grupos armados, con su secuela de cadáveres regados en las calles.
En 1983, con la construcción de la democracia revivió la política de calles clásica, protagonizada por la civilidad, pacífica e ingenua. El entusiasmo inicial duró poco; después del clímax de Semana Santa de 1987, la gente volvió a sus casas y la política siguió por otros caminos. La calle volvió a revivir en 2001, con la crisis. Los más golpeados, los desocupados, no la abandonaron hasta hoy. Su protesta tiene un matiz nuevo, pues la perturbación de la vida ciudadana no es una lamentable consecuencia de un justo reclamo sino la eficaz manera de presionar al Gobierno para que subvencione a los manifestantes y a sus organizaciones. Al Estado rogando y con el mazo dando. Para hacerlo eficazmente, las organizaciones piqueteras han desarrollado un eficiente sector de autoprotección, que dispone de los medios contundentes para hacer valer su derecho a ocupar el espacio público. El gobierno de los Kirchner convive con dificultad con los piqueteros. No cuestiona su derecho a ocupar la calle y suministra subsidios que, por su modo de gestión, discrecional y esporádico, estimulan la permanencia del reclamo.
En 2008 ocurrió una novedad importante. El conflicto con el campo estimuló a un sector importante de la opinión pública a prolongar el reclamo corporativo en una demanda de mayor institucionalidad. Sorpresivamente, este sector salió a la calle, con el más tradicional estilo de la manifestación pacífica, reunió multitudes y le ganó al Gobierno en la competencia. Esta nueva situación se tradujo, un año después, en contundentes resultados electorales.
Desde entonces, el Gobierno se ha propuesto impedir que la oposición institucionalizadora gane el control de la calle y de la opinión. Para ello, recurre a las corporaciones amigas –piqueteros, camioneros y hasta barras bravas– para desalojar la calle de opositores, poco duchos en estos juegos de poder callejeros, y a la vez preocupados por sus consecuencias.
La política sistemáticamente desinstitucionalizadora del Gobierno, desarrollada hasta ahora en el límite mismo de la ley, parece estar a punto de trasponerlo. Un ejemplo histórico puede aclarar los riesgos de este camino. En 1922, Mussolini fue designado al frente del gobierno parlamentario de Italia. Desde el cargo, Mussolini siguió alentando a los escuadristas de camisa negra que, libres de cualquier restricción policial o legal, continuaron apaleando a sus adversarios. Por esa vía, Mussolini asaltó las instituciones constitucionales y construyó, hacia 1925, su Estado totalitario.
Estamos muy lejos de esto. También estamos muy lejos de 1975. Felizmente, en la Argentina hay una buena reserva de prestigio y de respeto por el orden institucional, quizás el mejor fruto del espíritu de 1983. Pero nada es inagotable. Y entre los muchos problemas que la oposición afronta hoy para constituirse como tal, éste es uno de ellos, y no menor, si quiere darle un sustento cívico y de opinión a su base parlamentaria.
*Historiador. Dirige el Centro de Historia Política de la UNSAM.