Una pregunta que me interesa desde siempre es la de saber cómo se forma una tradición. ¿Dónde comienza? ¿Cómo termina? ¿Qué instituciones la legitiman? Pensaba en todo esto, mientras leía Lo cubano en la poesía de Cintio Vitier, una historia de la poesía de la isla, escrita por el miembro más ortodoxo de la revista Orígenes. Hay algo en esa forma adjetivada, en esa definición de lo cubano como cualidad, que me inquieta. ¿Me animaría, ya no a escribir, obviamente, pero sí a leer o editar un libro llamado Lo argentino en la poesía? ¿Es posible saber qué es lo que convierte en argentina a la literatura argentina? Son todas cuestiones levemente esencialistas, así que es mejor no adentrarse demasiado (por otra parte, Frankfurt 2010 parece ya haber dado respuesta a esa pregunta). Volviendo a Cuba, no cabe duda de que su literatura tiene la libertad o el desatino (según el punto de vista del observador) de pensar en esos términos. Recuerdo La isla en peso, el gran poema escrito por Virgilio Piñera en 1943. El texto comienza con una frase fatal: “La maldita circunstancia del agua por todas partes/ me obliga a sentarme en la mesa de café”. De entrada el poema expresa la sensación de encierro insular, la imposibilidad de escapar a un destino manifiesto. E inmediatamente continúa con una violencia mayor: “Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer/ hubiera podido dormir a pierna suelta/ Mientras los muchachos se despojan de sus ropas para nadar/ doce personas morían en su cuarto por compresión”. El poema es un in crescendo de ironía y opresión (términos que definen el conjunto de la obra de Piñera), y ya por la mitad (es un poema largo) toca directamente una veta desesperada: “¡Nadie puede salir, nadie puede salir!/ La vida del embudo y encima la nata de la rabia/ Nadie puede salir:/ el tiburón más diminuto rehusaría transportar un cuerpo intacto/ Nadie puede salir”.
El año pasado estuve en La Habana, para la Feria del Libro. Gracias a Daniel Samoilovich accedí también a los encuentros que organiza Reina María Rodríguez en la cúpula del Palacio del Segundo Cabo, un prodigio de arquitectura barroca. Allí conocí a varios poetas, pero en especial a uno, Juan Carlos Flores: sus intervenciones rozaban la genialidad y la locura, en caso de que estas palabras signifiquen todavía decir algo. En ese atardecer de febrero, Flores, que nació en 1962, es decir, diecinueve años después de escrito el poema de Piñera, mencionó un poema suyo llamado Elogio de las piedras: “A veces pesan muchos los hombros. Es entonces cuando me/ siento en una de esas piedras y miro largamente el mar.// Así. ¿Quién podría decir si soy yo un hombre sentado en una/ piedra o una piedra sentada en un hombre, quién podría/ decirme si no soy yo lo que queda, nata sucia cuando se aparta/ la leche, otro de los expoliados por el tiempo?// Hombre o piedra aprendo la lección, muerdo a solas mis/ bordes, dejo que pase el frío encima y por debajo”.
Es evidente que el fantasma de La isla en peso sobrevuela el poema. Pero ya han pasado cuarenta o cincuenta años, y hay menos enojo y más resignación. El mar permanece por todas partes, y permanecen las rocas que, desde el Malecón, anteceden al mar; pero la “nata de la rabia” se ha vuelto simplemente “nata sucia cuando se aparta de la leche”: un indicio, un signo, la marca que señala algo que ya no está (antes hubo leche pero ya no). Como si el poema viniera a decir: “Aquí antes hubo algo, otra cosa, una tradición de la que solo quedan restos, esquirlas, rastros”.
Pienso ahora en Antonio José Ponte. Poeta, narrador, ensayista, es probablemente el escritor más conocido de la generación de Flores (en España publica en Mondadori y Anagrama). Pero tengo aquí uno de sus primeros libros, Asiento en las ruinas, publicado por Letra Cubanas en 1997. Transcribo un fragmento de Naufragios: “Todas mis cartas las ha acabado el agua/ Cada hoja pesa más/ Escribirla me deja más cansado”.