En pleno siglo XXI la estructura y el funcionamiento de la justicia federal puede analizarse de manera analógica o digital. A través de la primera solo se describe su funcionamiento, y eventualmente se proponen ciertas modificaciones basadas en la optimización de la papelización, la idea que la administración de justicia es un lugar y no un servicio y la creencia de que la innovación tecnológica es un cómic futurista o un capítulo olvidado de una temporada de Black Mirrow. La segunda apuesta a la digitalización de toda la información que pueda descomponerse en unidades mínimas para traducirla a un lenguaje que como serie de cifras no tiene peso, es ligera y viaja a gran velocidad, considera que la administración de justicia es un servicio y no un lugar y apuesta a la inteligencia artificial como el estandarte de una revolución posible en poco tiempo y a bajo costo.
En la medida que sigamos anclados a la perspectiva analógica de la Justicia es impensado que se pueda encarar una reforma sustancial que la reconvierta en un instrumento de tutela útil de los derechos y, en términos formales, le devuelva una pátina respetable de legitimidad democrática sostenida por la creencia de la sociedad en la existencia de procedimientos eficaces más allá del resultado final del proceso.
Tal como afirma Richard Susskind en el libro Tribunales online y la Justicia del futuro (2020), existen tres prejuicios que impregnan los debates sobre la Justicia online. El primero significado por la tendencia natural y corporativa de resistirse al cambio o la preferencia de seguir como hasta ahora funcionando en modo analógico. El segundo vinculado a un negacionismo irracional fundado en el rechazo dogmático a un sistema con el cual no se tiene ninguna experiencia personal. Por último, la miopía tecnológica que consiste en la incapacidad de anticipar que los sistemas del mañana serán mucho más capaces que los actuales y reconocer las probables inferencias de los inevitables avances.
No es posible diseñar una reforma de la Justicia sin pensar en las nuevas generaciones. Aquellos que vienen son esencialmente digitales, sus relaciones están inmersas en ámbitos no físicos y la idea de una Justicia sustantiva no está asociada a un “palacio de justicia” pensado exclusivamente como un edifico, sino más bien como una resolución célere y fundada de un conflicto por un ente imparcial. Proyectar instrumentalmente ese futuro se vincula más a emular cómo funciona una app que a seguir con la idea de expedientes papelizados y lugares físicos sacralizados.
Actualmente, y tal como surge del “Informe sobre el relevamiento de pilares y objetivos en países de Latinoamérica” (2020) elaborado por el Laboratorio de Innovación e Inteligencia Artificial (Ialab) de la Facultad de Derecho (UBA), existen trece países de América Latina que están desarrollando una agenda de innovación para el Poder Judicial con el objeto de conformar un ecosistema de administración de Justicia digital. En nuestro país ni siquiera estamos visualizando la necesidad de contar con un programa de esta clase para dejar atrás un modelo analógico sostenido en los prejuicios tecnológicos descriptos.
El Consejo Consultivo para el Fortalecimiento del Poder Judicial y del Ministerio Público (ex “Comisión Beraldi”) en su Informe Final sostuvo que uno de los enfoque o ejes transversales sobre el cual se fundaban las recomendaciones elevadas al Presidente respecto de la Corte Suprema de Justicia, el Consejo de la Magistratura y el Ministerio Público Fiscal era el desarrollo de una agenda digital y de innovación tecnológica basada en la inteligencia artificial.
Esta propuesta cada día se torna más necesaria y urgente en interacción con la perspectiva de género en procura de una reforma en serio donde la Justicia deje de actuar con la lógica del metegol del pasado y empiece a funcionar con la dinámica de la innovación del mañana.
* Doctor en Derecho (UBA). Profesor de Derecho Constitucional (UBA-UNLPam).