Mi primera sensación evoca alegría y libertad. Voy en la caravana que recorre a pie el popular barrio 23 de Enero acompañando, como enviado especial su marcha por intrincados cerros y entre casas humildes, a un candidato presidencial. Los altoparlantes propalan la pegadiza frase “José Vicente ¡MAS!, José Vicente ¡MAS!”.
José Vicente es Rangel y MAS son la iniciales del Movimiento Al Socialismo. Bajo aquel cielo caraqueño, el candidato presidencial de la izquierda no comunista estrecha manos, besa niños, pide que lo voten. En la Venezuela de 1973 la democracia con partidos y alternancias es marca registrada de un país que contagia optimismo.
Se superpone con otro recuerdo, ya en 1975. Exiliado en Caracas, profesor y colaborador, una noche, en un cóctel con diplomáticos de los Estados Unidos, veo por el salón del Tamanaco, paseándose y echándose unos “palos” de escocés en las rocas a mis amigos, los ex guerrilleros comunistas devenidos socialdemócratas, Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez, que se fueron del stalinista PC y junto a otros jóvenes brillantes de los 60 fundaron ese MAS setentista.
Mi reflexión es taciturna y envidiosa: salí de una Buenos Aires en la que aparecían diez cadáveres todas las madrugadas, acribillados por la Triple A, asesinatos replicados por ejecuciones y represalias de una guerrilla que ya en 1973 se negó a abandonar las armas. En esa Caracas es otro mundo.
Esa Venezuela no existe más. O, al menos, por ahora hay que olvidarse de ella. ¿Cómo sucedió y por qué?
La bonanza petrolera no es de ahora. La viví ya en los 70, cuando los primeros gobiernos de Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera disponían de más dinero del que podían y sabían gastar. En el programa de becas Gran Mariscal de Ayacucho había más vacantes que estudiantes que pudieran tomarlas y por centenares partían al exterior a estudiar, más para cumplimentar un programa que para participar de una competencia basada en los méritos.
Aquella Venezuela se transforma con el golpe de 2002. La violencia social urbana y la represión feroz ya dominaban el escenario, tras casi 20 años de una estabilidad que hoy vemos ilusoria, pero que expresaba un orden republicano aceptable, con partidos, Parlamento y libertad de prensa.
Entendámonos: en Venezuela había pobreza y una cantidad importante de delitos, pero las protuberancias de la desigualdad social eran superadas por una sociedad democrática donde los mesianismos no tenían lugar y el prestigio de los líderes democráticos (Betancourt, Leoni, Caldera, Herrera Campins, Pérez) era notable.
Todo cambió. Nueve años después de haber trepado al poder, Hugo Chávez enuncia, con su mera existencia, la emergencia de un mundo muy diferente, nutrido de más pobres que nunca y donde la bestialidad del poder financiero del petróleo elimina la discusión política y despedaza debates ideológicos.
La cita plebiscitaria de este domingo no tiene ganador seguro. Empero, es probable que gane el poder y cristalice la pesadilla totalitaria de un régimen vitalicio. Pero lo cierto es que una década después de la caída de la política partidaria, el sistema potencia modificaciones gigantescas.
Algunas de ellas son bochornosas y hasta graciosas: el pueblo venezolano debe votar por una nueva Constitución que le cambia el nombre a Caracas y pasa a denominarla “Cuna de Bolívar y reina del Guaraira Repano”, una reivindicación indigenista ebria de la ridiculez seudo anticolonial.
Construida en el lecho de un magnífico valle, Caracas se levanta al pie del Avila, montaña que en tiempos previos a la llegada de los españoles era conocida como Guaraira Repano, traducible por algo así como “la ola que vino de lejos” o “la mar hecha tierra”.
Me cuentan que para los mitos indigenistas venezolanos, en la antigüedad no existía tal montaña y todo era plano, por lo cual se podía ver hasta el mar Caribe desde lo que hoy es la ciudad. El mito, adoptado por Chávez, relata que un día las tribus “ofendieron” a la gran diosa del mar y ésta, en represalia, quiso eliminar a todo el pueblo, para lo cual levantó una gran ola, la más alta jamás vista, y la población se arrodilló y rogó ser perdonada por la deidad. Entonces, justo cuando la ola estaba a punto de caer sobre el pueblo, la masa de agua se convirtió en el Avila, la gran montaña que hoy existe. ¿Qué fue lo que pasó? Que la diosa se apiadó y perdonó a la tribu.
Si bien la historia es, en el mejor de los casos, una ingenua fantasía, que adquiera ahora carácter constitucional revela mucho del carácter y el modo de operación del coronel Chávez.
Este Chávez, que quiere gobernar sin más limitación que sus ganas, es el producto de un país que nació tarde y bastante mal. Para Asdrúbal Aguilar, un académico y jurista venezolano que fue ministro del Interior de Caldera, Venezuela no tiene una historia nacional propia hasta el siglo XX. Su aparición como moderna república democrática data de 1959, con el fin de la dictadura de Pérez Jiménez y el triunfo electoral de Rómulo Betancourt.
Esas Fuerzas Armadas de las que provenía el dictador derrocado fueron domadas por la democracia pero al costo de generar una capa geológica de oficiales enquistados en sus prebendas, precio a pagar para que no volvieran a meterse en política.
Chávez era teniente del Ejército cuando es enviado a una región fronteriza con Colombia, en el estado Apure, y allí se empapa de la praxis de la guerrilla, que lo fascinó, y a leer textos marxistas que lo ayudan a formarse como personalidad ideológicamente ya formateada.
En febrero de 1992, cuando dio el golpe de Estado, tenía 40 años y en 1970, cuando la democracia aceptó una pacificación para incorporar a la guerrilla, Chávez era un muchacho de 18 años.
La socialdemocracia amnistió a guerrilleros comunistas y el social cristianismo indultó a los militares golpistas de 2002. De allí surge Chávez: de los pelotones de oficiales con sólida base de prestaciones estatales, a los que la configuración ideológica de estos años los ha nutrido de mesianismo épico. Por eso, en los patios de los cuarteles corean el juramento: “¡Socialismo o Muerte!”.
Los 69 cambios a la Constitución que Chávez le pide a Venezuela lo convierten en supremo mandamás y esto lo saben y temen muchos ex camaradas, incluso gente que viene de la izquierda.
Este poder concentrado en una sola persona suscita pánico incluso en comunistas y ex guerrilleros, que caracterizan como golpe de Estado lo que pueda suceder en las próximas horas.
Pero a Chávez lo apoya mucha gente; esos centenares de miles de pobres que aseguran que fue por este caudillo siempre uniformado (antes verde oliva, ahora camisas rojas) que los desheredados adquirieron visibilidad.
Esta es la lacerante y abierta herida de una democracia violada por la ineptitud de sus practicantes y ahora rematada por la eficacia del autoritarismo. Fruto tardío de alucinaciones revolucionarias de décadas anteriores, el experimento del chavismo tiene ahora esta cita grave con la historia. ¿Por qué debería uno ser optimista?