Pasado el Bicentenario, nuestro país parece estar incorporando nuevos rasgos a su curiosa idiosincrasia política. El más reciente está en las antípodas de los ideales de la gesta de Mayo. Pero antes de condenarlo, intentemos comprenderlo. Sucede que estamos a poco más de un año de las elecciones presidenciales. Surgen candidaturas: unas se afirman, otras se debilitan o diluyen para luego, misteriosamente, recobrar fuerza. Nada es seguro. Por ejemplo, el veloz Carlos Reutemann desmintió con energía que fuera a postularse como candidato y no tardó en recibir la previsible desmentida: “Al final, se decidirá”. Pero si se decide, deberá cumplir con una dura cláusula: estar acusado de algún ilícito. Este requisito parece haberse convertido en algo muy peculiar y muy nuestro. Cuando despunta un presidenciable, los doctos en política criolla se preguntan: “¿Cuántos procesos penales tiene?” y “¿Cuántos tendrá?”.
Pruebas al canto: a) Néstor y Sra. zafaron de la acusación por enriquecimiento ilícito, pero se mantiene el litigio por los dineros de Santa Cruz; b) no bien Cobos se proyectó como un candidato temible, el gobierno le asestó dos causas penales para que aprenda; c) hace pocos días, cayó sobre un Macri desgastado el peso de la Justicia oyarbidesca, acusándolo de asociación ilícita; d) según dicen, Duhalde va camino de postularse: las apuestas están abiertas acerca de los cargos por los que será huésped del banquillo; e) De Narváez, aunque libre de culpa por el affaire de la efedrina, lleva sobre sus hombros la carga de no haber nacido en la Argentina. Logró ser desefedrinado, pero no se librará de ser defenestrado; f) en fin, Carlos Menem afirmó varias veces que será candidato. Seamos clementes con el lector y pensemos que, finalmente, cambiará de idea (si es que la tuvo) y se retirará del ruedo. Se dirá que olvido a Lilita, a Pino y a otros. No es así: pienso más bien, que, para el establish-ment político, no son dignos aun de un juicio penal.
Desde hace tiempo, la política argentina abunda en divisiones y alianzas espúreas, en promesas incumplidas y otras miserias. Creo sin embargo que este estado de cosas, que afecta a que lo que se llama por antífrasis nuestra “alta dirigencia política”, pese a no carecer de precedentes, posee rasgos nuevos y, por cierto, nada edificantes. Ante todo, acentúa nuestra baja calidad institucional y empobrece aun más nuestra castigada democracia. Hace varios años que en el debate político se ha sustituido la lógica del mejor argumento por la “lógica” del discurso energúmeno, por la amenaza y, hoy en día, por la denuncia penal, con causa o sin ella.
Existe, sin embargo, un rasgo típico en esta situación. A él se alude cuando se habla de la “judicialización” de la política. El término es riesgoso, ya que son abundantes, sobre todo hoy, los delitos cometidos por políticos a ser ventilados en sede judicial. Pero ahora se trata de algo más perverso, que atañe a la vez a la naturaleza de la justicia y de la política. Desde que se recurre a instrumentos jurídicos con el solo fin de destruir al adversario, la justicia, lisa y llanamente, se niega a sí misma. Tratar el menor disenso como una violación a la Ley no puede sino socavar las reglas fundamentales del juego democrático.
La responsablidad, aclaro, no es sólo del Gobierno: en este deplorable festival de acusaciones y contraacusaciones, y en la subsecuente ausencia de debate abierto y leal, participa con entusiasmo, con pocas excepciones, lo más granado de la clase política argentina. Los males, las necesidades del país, cualquier cosa que se parezca a un principio, no tienen importancia. Importa demoler, como sea, al adversario para ganar espacios de poder.
Es difícil ascender al viejo balcón aferrándose a la bienhechora hiedra que embellece la casa. Sin embargo, ese camino sería más digno que el de usurpar las escaleras, eliminar todo obstáculo sin reparar en medios, y abrirse paso así al balcón. Claro que siempre puede ocurrir que un oportuno resbalón haga caer al impostor entre las rejas. Y sería justicia; verdadera justicia.
*Sociólogo. Profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires.